El sofisma del derecho a la no ignorancia

El sofisma del derecho a la no ignorancia

La idea que subyace al rechazo frontal a la libre elección de lengua, de centro escolar o del pin parental es que los padres deben dejar en manos de los profesionales la educación de sus hijos. «Los padres no tienen derecho a la ignorancia de sus hijos», clama Lluís Apesteguia, en consecuencia, «un chico residente en Baleares no tiene el derecho de ignorar la lengua propia de Baleares», como si hacer dos asignaturas más en castellano llevara directamente a la ignorancia del catalán. Del mismo modo que las familias no pueden elegir el plan de estudios ni tampoco el currículo de matemáticas, literatura española, ciencias naturales o historia, las familias tampoco deberían poder elegir la lengua vehicular en la que los padres quieren que sean escolarizados sus hijos. Este es el razonamiento del catalanismo.

El catalanismo opone a la libertad de elegir el derecho a no ser ignorante, un «derecho» cuando menos extraño a la vista de los resultados de PISA en Baleares. Se trata de un sofisma en toda regla por parte de quienes siempre han rechazado la más mínima participación de las familias en el proceso de aprendizaje de sus hijos que, en el mejor de los casos, quedaría diluida en las asociaciones de padres y madres formadas en su mayor parte por profesores con un claro sesgo ideológico y contrario siempre a la libertad.

En su opinión, la libertad debe corresponder a los centros, a los consejos escolares, a los directores de los centros, a los profesores, a los burócratas de la consejería, a todos menos a las familias. Existe un consenso generalizado entre los docentes de que a las familias no se les debe dejar elegir porque lo ignoran todo y no saben lo que quieren. La tendencia de los docentes e intelectuales a hablar mal de los padres pobres es generalizada.

Se trata del mismo sofisma esgrimido para no someterse a pruebas objetivas y externas al final de cada etapa educativa que permitan evaluar su eficacia como enseñantes. Los docentes quieren ir a su aire, no estar sometidos a ningún control externo y mucho menos dar respuesta a las demandas de las familias. A los autoproclamados expertos y profesionales de la educación no se les tose, se les escucha, se les obedece y se les agradece su labor. Y punto. De ahí que siempre echen balones fuera en cuanto se les exigen responsabilidades por los magros resultados académicos obtenidos. Estos deben atribuirse a las familias, a las pantallas, a los teléfonos móviles, a la falta de recursos, a las altas ratios, a la sociedad, al exceso de inmigrantes en las aulas, a los cambios legislativos o a la falta de comprensión de las familias de cuáles son los verdaderos objetivos de la enseñanza actual, de los que excluyen mutatis mutandi la vetusta y anquilosada transmisión de contenidos académicos aunque, todo sea dicho de paso, es lo que finalmente termina evaluándose en las pruebas objetivas externas internacionales como PISA.

Esta especie de corporativismo paternalista que induce a una falta de autocrítica (y de crítica al propio sistema) tan alarmante como normalizada entre los educadores profesionales está en el origen de este rechazo frontal a cualquier criterio de mercado o de competencia que se ponga al servicio del soberano consumidor -los padres o las familias- como palanca para mejorar la enseñanza estatal. En realidad, la educación no es distinta de otros servicios dispensados por la cooperación social del mercado. Las escuelas concertadas o privadas funcionan mejor que las estatales entre otras razones porque las familias tienen una mayor libertad de elegir.

Sólo cuando los consumidores pueden elegir en función del precio y la calidad del servicio que se les ofrece, las empresas pueden crecer y mejorar. Las empresas saben que si no ofrecen un producto que se ajuste a los deseos del consumidor tienen los días contados. Lo contrario ocurre en la enseñanza pública debido a la falta de incentivos. Por regla general ningún profesor se ha visto obligado a responder por su actividad docente, por pésima o improductiva que sea.

La madre del cordero del rechazo a la libertad de elegir de los padres, sea de lengua, centro o educación moral, reside en su defensa a ultranza de un monopolio público que no tiene apenas competencia porque es gratuito. Competir con otro que te ofrece gratis el mismo servicio es complicado. Es la filosofía del mercado, o sea, los escasos elementos de mercado (elección de lengua, centro o educación moral) que podrían incorporarse entre los rígidos pliegues de la enseñanza estatal, lo que en realidad rechazan.

Los maestros de la pública quieren seguir imponiendo y obligando a las familias, en virtud de su capacitación profesional, a hacer lo que ellos creen mejor por y para los estudiantes aunque signifique dar la espalda a las familias. Quieren poder, más poder, sobre sus estudiantes, poder que restan lógicamente a unos padres cada vez más descontentos y a quienes últimamente ni siquiera se les da la posibilidad de entender el rendimiento escolar de sus hijos gracias a unos boletines de notas de aurora boreal.

Los profesores, los directores, los funcionarios y los sindicalistas de la enseñanza pública no difieren del resto de nosotros. También ellos pueden ser padres deseosos de un buen sistema de enseñanza. Sus intereses como profesores, directores, inspectores o funcionarios, sin embargo, difieren de sus preferencias como padres (resulta curioso la cantidad de ellos que llevan a sus hijos a colegios concertados y privados) y chocan con las preferencias de los padres a cuyos hijos educan. Sus intereses se pueden satisfacer con mayores dosis de blindaje estatista, paternalismo, arrogancia y desprecio a la voluntad de los padres, aunque todo ello vaya en contra de los deseos de las familias.

Las familias no son una comparsa ni deben serlo

Todo este sentido común predominante entre el sector docente olvida un dato que resulta crucial para entender de lo que estamos hablando: los docentes educan por delegación de los padres que son quienes tienen la entera potestad para hacerlo. El papel del docente en el campo de la educación (no en el de la instrucción que, a diferencia de la educación, supone aprender contenidos académicos con justificaciones racionales) no ha de estar ligado a ninguna superioridad moral respecto de las familias sino que deben ser genuinos colaboradores en esta tarea común como es la educación.

En efecto, a diferencia de lo que dicen sofistas como el nacionalista Lluís Apesteguia o la socialista Amanda Fernández, los conflictos entre padres y profesores no se producen a la hora de enseñar una raíz cuadrada, resolver una ecuación de primer grado, aprenderse la tabla periódica de los elementos o los huesos del cuerpo humano. Las discrepancias y los conflictos entre profesores y padres, como saben perfectamente nuestros sofistas, surgen cuando «aparecen temas susceptibles de generar procesos de manipulación e intentos de influencia», como nos recuerda el otrora inspector de Educación, Juan Jiménez, en su libro Leer para vivir.

Jiménez distingue entre manipulación e influencia. «Manipulación e influencia son dos conceptos que difieren radicalmente. La influencia es objetivo al que todo educador aspira; de tal forma que, si un profesor perdiese cualquier esperanza de influir en un alumno, la tarea de la enseñanza no tendría sentido para él y sucumbiría como docente. En cambio, en los procesos de manipulación la enajenación sustituye al desarrollo personal equilibrado produciendo personas sectarias. Resulta procedente que los padres reclamen el derecho de participar en la elaboración de los proyectos educativos (proyectos educativos, lingüísticos, de convivencia…), porque son susceptibles de engendrar adoctrinamiento, es decir, que se formulen y expongan planteamientos que no son más que creencias bajo la forma de conceptos, con la finalidad de que los alumnos acepten unas creencias para las que carecen de base racional».

No es la instrucción entendida como el aprendizaje de conocimientos académicos lo que provoca confrontaciones entre profesores y familias. No es el terraplanismo, digamos, lo que ocasiona conflictos. Es la manipulación de la educación, o si lo prefieren la ingeniería social y el adoctrinamiento, lo que los ocasiona, por mucho que algunos traten de confundirnos y pretendan darnos gato por liebre.

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