Y si no, lo indultamos
Tengo entre cero y ninguna dudas acerca de la culpabilidad o no de Álvaro García Ortiz. Básicamente porque los datos confidenciales acerca del novio de Isabel Díaz Ayuso sólo pudieron salir de dos instituciones con sede en Madrid: una situada a escasos 10 metros de la Puerta del Sol, el Ministerio de Hacienda, otra en el epicentro de La Castellana, la Fiscalía General del Estado. No hay más. Teniendo en cuenta que hubo una nota del Ministerio Público que en sí misma ya constituía un delito de revelación de secretos, que la fiscal superior de Madrid (la ejemplar Almudena Lastra) le ha apuntado con el dedo acusador con un testimonio demoledor a la par que creíble y que el pájaro borró su móvil y su correo electrónico el día que se procedió a su imputación, la cuestión está meridianamente clara. Todos los caminos conducen al todavía capo de esa Fiscalía que, como bien dijo Pedro Sánchez, «depende» de Pedro Sánchez.
Conviene recordar, además, que la Fiscalía es como el Ejército: se rige por el principio de dependencia jerárquica. Vamos, que hay que obedecer al de arriba sí o sí, en fin, que la libertad de movimientos constituye una entelequia. No es una cosa que un servidor se saque de la manga, es algo que prescribe taxativamente el Estatuto del Ministerio Fiscal de la democracia, aprobado en 1981. Sólo se puede intentar contrariar las órdenes de arriba por resolución motivada que, la mayor parte de las veces y dicho sea de paso, es el camino más directo a la ruina dentro de la carrera. Nadie que conozca bien esa casa puede dudar de que resulta física y metafísicamente imposible mover un papel sin la iniciativa o la autorización del vértice superior de la pirámide que, a día de hoy, ocupa u okupa Álvaro García Ortiz. Menos aún documentos tan sensibles como los correos cruzados entre el fiscal Julián Salto y el abogado de Alberto González Amador. De primero de Perogrullo.
Claro que María Jesús Montero, ministra del ramo, tampoco es un alma cándida que pasaba por allí. Hay que recordar que, con un par, la vicepresidentísima se preguntó en voz alta ante los periodistas en el Senado cómo la presidenta de la Comunidad de Madrid «puede estar viviendo en un piso que se pagó con un fraude a la Hacienda Pública». Piso en el madrileño barrio de Chamberí que no es propiedad de la política más famosa de España sino de su novio, Alberto González Amador.
La política sevillana hizo un viaje en el tiempo toda vez que a las 17:30 horas del 12 de marzo de 2024 habló de una «noticia en los medios de comunicación» que se publicó cuatro horas más tarde, a las 21:29 en El País y a las 21:37 en El Diario. A las cinco y media de la tarde nadie, absolutísimamente nadie, salvo los inspectores de Hacienda adscritos al caso, podían conocer que Alberto González Amador se había comprado o se había dejado de comprar un piso en pleno fraude fiscal. Y si Montero tenía conocimiento de ello sólo había tres posibilidades: que fuera Dios, una vidente o una delincuente revelasecretos. Y no parece que la próxima víctima electoral de Juanma Moreno encaje en las dos primeras opciones.
Indicios contra el número 1 de la carrera fiscal hay para dar y tomar por mucho que sus amigos activistas, mal llamados periodistas, hayan salido al quite
Ese Dios que no parece ser María Jesús Montero, Susana Polo y sus otros seis compañeros de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo establecerán en las próximas semanas, más pronto que tarde, si a ojos de Doña Justicia el fiscal general que aprobó las oposiciones ya treintañero es culpable, no culpable o inocente. Alternativa esta última que, traducida al sanchismo, será tanto como declararle «víctima del fascismo político y mediático». Como la Sala Segunda se decante por la inocencia ya puede León XIV preparar una nueva beatificación y si se le declara culpable, martirologio al canto.
Indicios contra el número 1 de la carrera fiscal hay para dar y tomar por mucho que sus amigos activistas, mal llamados periodistas, hayan salido al quite con cantosísimas declaraciones en el Supremo. Y que nadie me venga con el cuento chino ese de que no hay pruebas concluyentes. Las más de las condenas por asesinato se producen vía elementos indiciarios por la sencilla razón de que en el 95% de las ocasiones no hay una cámara grabando ni un notario dando fe, tampoco testigos presenciales, cuando el victimario rebana el pescuezo a la víctima. Tres cuartos de lo mismo sucede tantas y tantas veces en las violaciones, en los robos o con el narcotráfico. Como acertadamente puntualizó en el juicio el fiscal excedente Juan Antonio Frago hay centenares de condenas a camellos que arrojan fardos al mar cuando les persigue la Guardia Civil «y nadie baja al fondo a comprobar si contenían droga u otros elementos».
La propia ponente del tribunal que dirimirá la suerte procesal del increíblemente número 1 de la carrera fiscal, Susana Polo, ya indicó en una sentencia de hace tres semanas —ojo al dato— que «la prueba indiciaria o indirecta no goza necesariamente de menor valor que la prueba directa». «La prueba indiciaria», abundó en un fallo del 22 de octubre en un episodio de narcotráfico, «es muchas veces fuente de certezas muy superiores a las que brindaría una pluralidad de pruebas directas unidireccionales y concordantes». Y, para rematar su tesis apuntó: «La doctrina sobre la prueba indiciaria no encierra una relajación de las exigencias de la presunción de inocencia». Pues eso. Más claro, agua.
El hipergarantismo que revolotea sobre nuestro ordenamiento jurídico favorece al reo que continúa aposentando sus reales sobre una de las poltronas más poderosas de España
Lo normal en Derecho es que Álvaro García Ortiz sea condenado pero también pensábamos que el 1-O se sustanciaría resolviendo que fue lo que fue, una rebelión, y no lo que no fue y finalmente fue procesalmente hablando, una sedición. El hipergarantismo que revolotea sobre nuestro ordenamiento jurídico favorece al reo que continúa aposentando sus reales sobre una de las poltronas más poderosas de España. Sea como fuere, el artículo 44 del Ministerio Fiscal prescribe que un miembro de la carrera “condenado por delito doloso” queda automáticamente “incapacitado para el ejercicio de sus funciones mientras no haya obtenido rehabilitación”. Resumiendo que es gerundio: se va a la fruta calle. Algo mejor lo tendría si la pena es inferior a los seis meses toda vez que “puede sustituir la pérdida de la condición de fiscal por la sanción de suspensión de hasta tres años”.
Pedro Sánchez, con la inestimable colaboración de sus periodistas de cámara del gubernamentalísimo El País, allanó el terreno el domingo pasado para el peor de los escenarios: que por primera vez en la historia un fiscal general sea condenado en sentencia firme. «El Gobierno cree en su inocencia y, tras lo escuchado y visto esta semana, más aún», apuntó cuando el juicio se encontraba en su ecuador, cuando faltaban decenas de testigos por declarar. Por si hubiera dudas, que haberlas, no las había, sus groupies le interpelaron tres veces más por la misma cuestión sin que se saliera del guión. Preguntas tan capciosas como vergonzosas. Con interrogarle una vez por la cuestión, bastaba, porque no se fue precisamente por las ramas.
La lógica de Sánchez es repugnantemente obvia: si Álvaro García Ortiz es inocente, yo, presidente del Gobierno, no puedo consentir que vaya a la cárcel o se coma un marrón nivel dios
¿Y ahora, qué? Si el dedo pulgar se sitúa en dirección al centro de la tierra, al sanchismo le quedan al menos un par de alternativas. La primera de ellas pasa por que la Abogacía del Estado, que ha hecho un papelón en el proceso, recurra en amparo a ese Constitucional que por obra y gracia de Franquito Sánchez se ha convertido en un tribunal de casación del Tribunal de Casación. Pero al autócrata le quedaría otra bala: tirar de la figura jurídica del indulto, tan medieval como esa otra vergüenza antidemocrática que representan los aforamientos. El problema es que esta medida de gracia extingue la pena pero no borra la culpabilidad, lo cual significa que podría continuar o volver al cargo un delincuente convicto.
La lógica de Sánchez es repugnantemente obvia: si Álvaro García Ortiz es inocente, yo, presidente del Gobierno, no puedo consentir que vaya a la cárcel o se coma un marrón nivel dios. Y, por tanto, he de echar mano de todos los recursos a mi alcance para que se repare la injusticia cometida. «Si el indulto se aplica a verdaderos culpables, ¿cómo no vamos a emplearlo con auténticos inocentes?», se dirá a sí mismo el marido de la pentaimputada Begoña Gómez. «Y, si no, llamamos a Cándido y sanseacabó», apostillará. Tiempo al tiempo. Así opera el fascismo de verdad. El de Pedro Sánchez Pérez-Castejón.