SEPE: crónica de un colapso anunciado

No exagero si digo que llevo años advirtiendo que esto iba a ocurrir. Lo he repetido en entrevistas, foros, comparecencias institucionales y en escritos dirigidos directamente al Gobierno: la Administración Pública, y en especial el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), se encontraba en una situación límite. Hoy, con funcionarios denunciando públicamente el colapso inminente del SEPE, muchos se preguntan cómo hemos llegado hasta aquí. La pregunta correcta sería: ¿cómo es posible que nadie hiciera nada, a pesar de que se sabía lo que iba a pasar?
Como presidente del Consejo General de Gestores Administrativos, he tenido la responsabilidad —y también la obligación moral— de señalar desde hace años el deterioro progresivo de la atención al ciudadano, la falta de medios, la desaparición de la presencialidad y la deshumanización de los servicios públicos. Lo que ahora se vive en el SEPE, con sistemas informáticos que fallan, personal insuficiente y millones de trámites atascados, es solo la consecuencia lógica de una cadena de errores y de una falta absoluta de previsión.
Los gestores administrativos lo hemos vivido en carne propia. Cuando la pandemia paralizó el país, fuimos nosotros quienes ayudamos a tramitar ERTEs, a presentar solicitudes, a mantener la rueda girando mientras las oficinas públicas cerraban sus puertas. Entonces ya advertimos que el sistema no aguantaba. Pedimos que se reforzaran plantillas, que se adaptaran los procedimientos, que se diseñaran herramientas digitales útiles. Ofrecimos propuestas concretas. Pero nos encontramos con un muro de silencio.
He dicho muchas veces que la Administración española se comporta como un castillo de naipes. Basta con que una carta falle —un programa informático, una normativa mal redactada, una jefatura que no responde— para que todo el sistema colapse. Y cuando colapsa, los primeros en sufrirlo son los ciudadanos más vulnerables, las pymes, los autónomos… y quienes estamos a su lado para ayudarles a navegar este laberinto.
Digitalizar no es implantar una aplicación sin personal que la gestione. No es imponer la cita previa como única vía para acceder a derechos fundamentales. No es sustituir la atención al ciudadano por formularios automáticos y sistemas que se caen. Digitalizar, si se hace sin escuchar a quienes trabajamos sobre el terreno, sin medir los impactos reales, sin sentido común, solo sirve para agravar los problemas existentes. La tecnología mal implementada no es progreso, es abandono.
No quiero ser profeta de desgracias, pero lo cierto es que quienes teníamos los pies en el barro veíamos venir este desastre. Lo dijimos alto y claro. Lo repetimos. Lo escribimos. ¿De qué sirve que los profesionales alertemos si no se nos escucha?
Ahora, claro, llegan las prisas. Se convocan reuniones de urgencia, se cruzan notas internas, se anuncian planes de choque. Se corre, como si el tiempo no hubiera pasado, como si esto no se hubiera dicho antes. Se corre, pero se corre tarde. Cuando una administración funciona a golpe de titular y de reacción improvisada, lo que se consigue no es eficiencia: es caos.
Veo con preocupación cómo, una vez más, se intenta apagar el fuego con las mismas herramientas que provocaron el incendio. Se habla de refuerzos temporales, de revisiones del sistema ALMA, de buscar soluciones “a corto plazo”, como si el colapso no fuera estructural. Lo es. El problema no es técnico: es político, es organizativo, es de modelo.
Si algo he aprendido en estos años es que no basta con gestionar la urgencia. Hay que tener un rumbo. Y para eso se necesita valentía. La valentía de reformar de verdad, de asumir responsabilidades, de profesionalizar la gestión pública, y de devolverle a la ciudadanía una administración que esté a su servicio y no a su espalda. Porque si no se hace ahora, tras este nuevo colapso anunciado, ¿cuándo?
También echo en falta algo esencial: diálogo real con quienes estamos sobre el terreno. Se nos convoca, a veces, para escuchar nuestras propuestas, pero rara vez se nos escucha de verdad. La interlocución con los profesionales que conocen los problemas desde dentro es superficial, decorativa. Y así no se puede gobernar ni reformar nada. La participación efectiva no es una cuestión estética: es una condición indispensable para que las soluciones funcionen. Y eso exige humildad, algo que muchas veces brilla por su ausencia en la alta administración.
Lo más doloroso, quizás, es ver cómo todo esto desprestigia la función pública ante los ojos de la ciudadanía. Los empleados públicos no tienen la culpa. Son víctimas, como nosotros, de una estructura burocrática rígida, desmotivada, desbordada. Conozco a muchos funcionarios que hacen su trabajo con entrega, con vocación de servicio. Pero cuando se les deja sin medios, cuando se les somete a decisiones erráticas o les imponen herramientas que no funcionan, es imposible que puedan cumplir su misión. Y la ciudadanía lo nota, lo padece y, en muchos casos, lo termina pagando.
Por eso escribo esta tribuna. No para señalar culpables a posteriori, sino para pedir que no sigamos por el mismo camino. Que dejemos de poner parches donde hace falta cirugía. Que no esperemos al próximo colapso para volver a improvisar. La administración necesita una transformación profunda, que se planifique con visión de futuro, se ejecute con profesionalidad y se supervise con rigor. Y esa transformación no puede hacerse sin contar con quienes conocemos la trastienda del sistema, sin nosotros, los gestores administrativos y tantos otros profesionales que seguimos creyendo que un servicio público digno, eficaz y accesible es no solo posible, sino urgente.
*El autor es presidente del Consejo General de Colegios de Gestores Administrativos de España