Un señor de la cultura
Me he puesto a escribir estas líneas sobre José Guirao, fallecido la semana pasada, pensando que en España se tiene por costumbre, aunque no siempre, hablar bien de las personas cuando ya están muertos. En el caso del que fuera ministro de Cultura y director de La Casa Encendida nunca conocí a nadie que no hablara bien de él en vida. Le conocí en un lejano 1993, en los postreros años del felipismo, en que desembarcó en Madrid como director general de Bellas Artes después de haber desempeñado una responsabilidad similar en la Junta de Andalucía. En las secciones de cultura de todas las redacciones de Madrid sorprendió el pausado y templado carácter de Guirao, adornado por su suave acento almeriense, frente a la temperamental ministra Carmen Alborch.
Para los periodistas dedicados a la materia, la década de los 90 fue una década prodigiosa, aunque aún recuerdo al inolvidable Julián Gállego afirmando con su aragonesa retranca que lo más notable de la capitalidad cultural europea de Madrid había sido la inesperada muerte del pintor inglés Francis Bacon en una clínica de la ciudad. Pepe Guirao contribuyó desde sus diferentes responsabilidades a aquel renovado bullicio cultural sin los estragos de la “movida”. Tenía su estilo personal, cercano y amigable, de mostrarnos las vicisitudes de la gestión de la “cosa pública”, con la mala costumbre de los buenos políticos de coger el teléfono a los periodistas a cualquier hora del día o de la noche. Te contestaba a todas las preguntas con naturalidad, como si estuviera despachando el asunto con la propia ministra y no con un periodista ávido de la incierta gloria del titular para envolver bocadillos. Y siempre se guardaba un as en la manga para lanzártelo como un salvavidas cuando te veía chapoteando desnortado en tus propias conjeturas.
Pepe Guirao se puso en 1994 al frente del Museo Nacional Reina Sofía casi de carambola, como epílogo a los desencuentros entre la ministra Alborch y su antecesora, María Corral, que fue sin duda alguna una gran directora. En muy poco tiempo, Guirao demostró una gran pericia profesional al mando del buque insignia de las vanguardias artísticas. En un gesto entonces inusual tras un cambio de gobierno, la nueva ministra del ramo, Esperanza Aguirre, con Miguel Ángel Cortés como secretario de Estado de Cultura, mantuvo a Guirao como director del Reina Sofía. Fue un primer paso en el camino hacia la apuesta por la estabilidad de las direcciones de las instituciones culturales de cabecera, para preservarlas de las vicisitudes de la batalla política. Guirao asumió más que honrosamente ese papel de gestor “super partes”, como algo que había sido connatural a su modo de entender sus responsabilidades en materia de política cultural.
Porque, sobre todas las cosas, Guirao se convirtió en un afable disidente de la idea de que la cultura en España es un patrimonio exclusivo de la izquierda. Defendió siempre la cultura española como un patrimonio que nos pertenece a todos y que a todos nos interpela a la hora de buscar puntos de encuentro para defenderla, difundirla y potenciarla. Fue por ello quizás por lo que Pedro Sánchez prescindió de él como ministro de Cultura en su afán de encastillarse en esa idea de una izquierda ensoberbecida y supremacista de la que siempre hace gala. Pepe Guirao, al contrario, era un señor de la cultura sin muros ni fosos, abierta siempre al horizonte donde confluyen las miradas libres de todos. Descanse en paz.
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