Sánchez en el diván
Alardear de haber vacunado a todo el mundo sin preguntar lo que votaban, como si ello fuese algo extraordinario, es un desliz revelador de un conflicto en el inconsciente donde, según nos explicaría Freud, luchan el ello (los instintos y los deseos o pasiones) y el superego (la conciencia moral y los ideales), entre los que media el ego.
Quizá no sea para tanto, dirán muchos, pero me temo que Freud no diría lo mismo, y le hubiera encantado tener a Sánchez en su diván. ¡Menudo filón para sus investigaciones!
En esta ocasión hemos de agradecer que el ego haya hecho su trabajo y lo normativo (algo tan obvio como vacunar a todos por igual) se haya impuesto a lo desiderativo (favorecer a los míos). Pero, lamentablemente, no suele ser así.
No ha sido así con sus leyes educativas, con su ley de memoria o su uso del CIS, o con sus ayudas a sindicatos y medios de comunicación. Tampoco cuando firma cordones sanitarios o criminaliza a Vox mientras indulta a delincuentes.
O, cuando tras prometer acabar con las puertas giratorias, llena las empresas públicas con amigos de Ferraz, nombra a su Lola Fiscal General o crea una dirección general para su amigo del cole. De ellos si sabe qué votan.
Todo eso es sectarismo, como pedir la dimisión del otro cuando la luz sube un 8% y agarrarse al sillón cuando sube un 200%. O hiperventilar por un ficticio delito de odio para aprovecharlo políticamente, pero mirar para otro lado cuando alguien en televisión llama a “matar a los de Vox” ante un Rufián complaciente.
También lo es acusar de incompetencia y desgobierno al PP, cuando el ébola acabó con un perro, y presumir de gestión con el Covid. Es aplaudir un día a la sanidad pública, y otro ningunear al Zendal. Sectarismo es llamar diálogo al paripé, o paralizar inversiones en Madrid mientras se premia a desleales.
En fin, resulta fácil presumir de justo con una obviedad ante la que no podía elegir. Pero en el diván se revelaría que, cuando puede elegir, las pulsiones ganan a la cordura y Sánchez elige sectarismo.
Su frase sólo ha servido para intentar presumir y ya conocemos, mejor que a Freud, el refranero español. Redondo se lo hubiera advertido: “Sánchez, dime de qué presumes y te diré de qué careces”.