Los renglones torcidos de Alá

Los renglones torcidos de Alá

Empecemos por el final. Nuevo atentado islamista en Londres. Semanas después del ocurrido en Manchester, meses más tarde de los perpetrados en Bruselas y París. Acostúmbrese el lector a estas noticias, porque las seguirá leyendo periódicamente en los tabloides de media Europa. Las tribunas salpican de interés sensacionalista y buenismo suicida cada oda sangrienta del mártir de turno. En las teles nos hacemos los interesantes cubriendo la nueva ignominia, cuando en realidad sólo hacemos reporterismo amarillo. Los nuevos Hearst con micro se pasean por las pantallas obligándonos a creer que no hay causas que expliquen, ni estrategia que soporte, tanto terror sobrevenido. Pero que debemos tolerar, y correr, y rezar por los que rezan por matarnos. Pero nunca, jamás, debemos defendernos. Algún día habrá que contar la resistencia de los cantautores del new journalism a tratar con justicia, y no equidistancia, a unos y a otros.

La Europa de los pilares se resquebraja por traición interna. Primero excluimos del conocimiento de los ciudadanos europeos su origen grecolatino, expulsando de su logos y moral a los referentes que la construyeron. Nuestros Founders, reunidos tras la hecatombe totalitaria de la primera mitad de siglo, vieron en una Unión Europea fuerte el valladar frente a nuevas tentaciones maléficas. Pero siempre respetando el corpus creativo de un continente que tuvo en Roma, Grecia y el cristianismo su esencia de progreso. Lo que nunca esperaban es que la banalización del mal viniera precisamente de aquellos que tienen que respetar lo que fuimos para entender lo que somos. El último informe del Pew Research constata que para 2020, en Chipre y Bulgaria el porcentaje de población musulmana alcanzaría el 30%. En Francia el 15%, que sería el 25% en 2050. Para entonces, Reino Unido le quitaría a Alemania la pole position del país con mayor número de ciudadanos abrazando el Corán. Una Europa islamófoba es tan peligrosa como una Europa ciega, condescendiente, cautiva de sus complejos, atada a los mantras progres del victimismo y de la cultura judeocristiana —para eso sí respetamos nuestros orígenes— del mea culpa.

El Islam es incompatible con toda democracia basada en la ley y la libertad. Porque hace de la religión un modus vivendi incompatible con esa separación del Estado que hace a las sociedades más libres. Escuchen y lean los testimonios de cientos de profesores que, en estos días de Ramadán, atienden en las aulas a niños desfallecidos a media mañana por respetar una voluntad impuesta por sus progenitores, para quienes no hay más ley que la sharia y más libertad que la que Alá dicta en las mezquitas. Así, la convivencia se hace insoportable, imposible. No hablamos del terrorismo, organizado o no. Hablamos de una forma de vida. De aquí a 20 años, conociendo la desigualdad demográfica entre unas comunidades y otras, el debate ya no será sobre cómo conservar nuestra seguridad. El problema será cómo vivir aceptando que ya no podremos ser libres como antes.

El odio se inventó como anulación de la tolerancia, virtud que se hace norma en aquellos países en los que la libertad no se cuestiona, salvo cuando se pierde. Allá donde impera el Corán, en su versión literal o interpretada, ni hay libertad, ni hay tolerancia ni hay reciprocidad con aquellas religiones no mayoritarias. Estamos en una nueva guerra de fe, cultural y de costumbres. Y las guerras no se ganan desde la oración permanente, desde la huida constante, desde la confianza ingenua. Alá siempre ha escrito con renglones torcidos la voluntad que sus súbditos imponen a sangre y fuego.

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