Por qué Sánchez es un pésimo gestor económico
A mí me parece que no es lícito que un presidente del Gobierno en activo, como es el caso de Sánchez, afronte unas elecciones autonómicas y municipales en las que se juega el poder del partido en la mayor parte de los territorios del país y probablemente su futuro en las generales, anunciando cada fin de semana medidas que aumentan el gasto público y que solo van destinadas a la compra descarada de votos. Pero seguramente estoy diciendo una tontería. Sánchez ha cometido, desde que ocupa La Moncloa, tantos actos ilícitos, es decir, contrarios a la moral y a la razón, que esperar de él una desviación postrera en la buena dirección de este comportamiento incivilizado sería una pretensión ingenua y absurda. Baste citar la reforma legal para forzar el excarcelamiento de los independentistas catalanes o el estrecho maridaje que sostiene con los etarras de Bildu para esperar poco de un personaje sin escrúpulos dispuesto a cometer cualquier desmán para conservar la silla de Atila.
El caso es que después de que, hace unos días, aprobase la ley de vivienda con ayudas de toda índole para los jóvenes -un regalo envenenado que les impedirá alquilar un piso y mucho menos adquirirlo- o prometer cine prácticamente gratis para los jubilados mejor pagados de Europa, este fin de semana ha tocado en suerte la atención primaria, con una inyección de 580 millones de euros para lavar la cara a los centros de salud y tratar de conseguir apoyos de todos esos ciudadanos que, azuzados gran parte por mucho profesionales médicos más interesados en la guerra política contra la derecha que en el juramento hipocrático, han comprado la idea de que la sanidad en España está peor que nunca, sobre todo en Madrid y otras comunidades gobernadas por el PP. Todo falso, claro.
Lo normal es que esta clase de promesas formaran parte del programa electoral del Partido Socialista para sumar sufragios en las elecciones, pero no que lleguen cada martes a la mesa del Consejo de ministros y se aprueben ipso facto, con gran desprecio por el presupuesto público, sin el debido análisis del coste-beneficio de las actuaciones, y ademas se consumen disparando con pólvora del Rey, abusando del privilegio de ostentar la jefatura del Gobierno en la más absoluta impunidad y ausencia de conciencia crítica del ganado lunar que se sienta los martes en torno al líder en el cónclave.
Esta actitud es la contraria a la del buen gestor de los asuntos económicos, el papel que quiere jugar en su última reencarnación Sánchez, un desiderátum imposible. Como bien dice mi amigo Ricardo Martínez Rico, buen gestor es aquel cuyo principal activo es tener las cuentas saneadas, pero el presidente es, contablemente hablando, sucio y trilero. España tiene un déficit estructural del 4% del PIB, que está entre los más elevados de los países desarrollados, y una deuda pública del 113% que nos sitúa en el pelotón de cabeza de la zona euro justo en un momento en que el debate sobre la sostenibilidad de las finanzas estatales está en pleno proceso de resurrección, y además ha venido para quedarse.
Lo que hace un volumen tan alevoso de endeudamiento estatal es expulsar al sector privado, mermar su capacidad para obtener la financiación que requiere para sobrevivir, y baste ver las colas para comprar letras del Tesoro para hacerse una idea de este fenómeno anómalo. El resultado de esta espiral de deuda es el aumento cada vez más pesado de la carga de intereses y el correspondiente lastre para el presupuesto público, que nace cada año con una hipoteca progresivamente intolerable. Las consecuencias de ser un mal gestor son onerosas y castigarán con saña al nuevo gobierno que salga de las urnas el próximo diciembre. En una coyuntura marcada por la alta inflación, tipos de interés en aumento y el regreso seguro a las reglas fiscales de la Unión Europea, el próximo Ejecutivo tendrá que hacer un ajuste de caballo para restaurar los equilibrios económicos y financieros del sistema.
Un ajuste que, según algunos cálculos nada desatinados, podría alcanzar los 30.000 millones, con su consiguiente repercusión sobre la actividad y el empleo de la nación. Habiendo batido, como es el caso, el récord de recaudación de la historia, evitando a toda costa descontar la inflación de los impuestos directos, Sánchez se ha comportado como un perfecto mal gestor. No solo no ha saneado las cuentas públicas sino que las ha contaminado con decisiones de largo alcance estructural que costará tiempo revertir o derogar, en caso de que el PP de Feijóo sea designado nuevo responsable del Gobierno.
Sánchez ha declarado este fin de semana muy orgulloso que «recibimos del Estado de Bienestar mucho más de lo que pagamos por impuestos». Pues ése es precisamente el problema. Ha querido construir un régimen de gratis total, sin reparar en que la demanda de aquel bien o servicio que no tiene precio se convierte en infinita, algo que solo puede conducir a medio plazo a la quiebra. Un buen gestor es el que hace las cuentas públicas de manera contraria a la del presidente. Primero se atiene a los ingresos que un país puede obtener sin perjudicar los estabilidad y romper con la cadena de incentivos que mueve la actividad.
Y sólo después elige el gasto al que dedicar tales recursos inspirado por la prudencia y la maximización del dinero con el que cuenta. Los socialistas en general, y en particular Sánchez, siempre han hecho la cuenta de la vieja. Primero gastar sin freno, arbitrariamente, a discreción, y ya luego buscar los ingresos necesarios sin reparar en que como estos nunca darán de sí lo suficiente, salvo que se incurra en la confiscación fiscal y la expropiación de la renta personal, se aboca al Estado a padecer una crisis de deuda que llegará tarde o temprano. De manera que Sánchez no es un buen gestor. Es un impostor al que hay que apartar para devolver la dignidad al país y sembrar el futuro de una cierta esperanza.