¿Qué ha pasado con España?
Que Murcia es el pilar más importante de la civilización occidental es una obviedad que generalmente no merece la pena ni reiterar, pero hoy voy a caer en la redundancia porque me apetece y porque toca. Decía Penélope Cruz en su discurso recogiendo el Óscar que para una chica de Alcobendas «ganar un premio así no parecía un sueño muy realista». Pues imagínese usted, señora, lo que es para un murciano ganar Wimbledon por segundo año consecutivo después de arrasar en Roland Garros. Y qué simpático y qué humilde y qué trabajador y qué feliz es el zagal, que decimos por aquellas latitudes, mientras nos hace felices a los demás. Dios salve al Rey Carlitos.
Les decía que los murcianos somos felices casi por obligación, porque encima de ser españoles nos ha tocado el premio gordo de serlo de la mejor forma que existe, que es la nuestra. Por eso de vez en cuando se nos escapa cómo funciona la amargura terrible de cierto sector progresista que cuando un chaval español de nombre Lamine y apellido Yamal marca un golazo, en vez de alegrarse como los demás, lo único que se le ocurre al rojerío es decir «¡qué se jodan los fachas!» como si los fachas no estuviéramos al borde de ponernos una foto con la cara de la criatura en la cartera como si también fuera hijo nuestro.
Llegará un día en el que empezaremos a asimilar que en realidad etiquetas como «ultraderecha», «facha», y demás piropos que nos dedican los de enfrente no son más que una forma de vomitar la bilis que se les atraganta porque son incapaces de ser felices con algo tan sencillo como ser español. Ponga usted al más derechoso de Vox un vídeo de un subsahariano recién llegado cantando el gol de Oyarzabal como si fuera propio y mire a ver si no se le escapa una lágrima de emoción. Que quizás alguien descubra, en algún momento de estos, que lo del rechazo a los demás no viene ni por el color ni por la religión ni por la nacionalidad, sino simplemente porque aún algunos no han entendido que a España se viene a respetarla. Y que con eso, basta.
Esta semana ha sido gloriosa para el reencuentro nacional, en el que todos hemos amado a Murcia en nombre de Alcaraz y también a España incluso aunque la matemos por dentro. Lo de los atléticos y culés adorando a Carvajal, o los madridistas emocionados con los niños de la masía, es algo así como cuando ayer Óscar Puente tuiteó «¡viva España!»: una alegoría de que hay un país maravilloso detrás de la amargura con la que nos empeñamos en arruinarlo. Con lo invencibles que somos juntos, qué manía con separarnos.
La alegría de ayer será un buen recuerdo de una nación que pudo ser y será, que se diluirá cuando volvamos a la batalla diaria contra el felón y contra el Barça, pero que volverá cuando dentro de dos años en un mundial de fútbol como aquel de Sudáfrica un chico de Albacete o de San Sebastián marque un gol que deslumbre a Maradona desde arriba y a Mbappé desde abajo. Y mientras tanto, un zagal de Murcia seguirá reinando ese deporte noble que es el tenis, demostrando otra obviedad tan enorme como que Dios es español, o si no de qué concatenamos a un Nadal con un Alcaraz. El Mediterráneo es imbatible, pero de eso hablamos otro día.
Y en medio de todo esto, en el mundanal ruido, Begoña Gómez sigue yendo a declarar por corrupción, los indepes siguen amnistiados a medias, Cataluña sin presidente y el Fiscal General del Estado al borde de la imputación por la golfería contra Ayuso. Un día más en la oficina.
Bueno, me faltaba una cosa. Hace unos días mi amigo Frings, contra el que competía en el mundial de debate hace 11 años y al que probablemente usted conozca como Juan García-Gallardo (Frings es su segundo apellido), dimitió de su cargo de vicepresidente de la Junta de Castilla y León por desacuerdo con un posicionamiento político. A los amigos hay que quererles en las buenas y en las malas, pero sobre todo cuando te enorgulleces de ellos. Y sin entrar en la decisión que lo motiva, o en si es buena o mala para su partido, ha sido un orgullo verle crecer, triunfar e inspirar a tantos. Lo mejor es que, como en el caso de la España de ayer, su futuro no ha hecho más que empezar.
Viva España, carajo.
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