PP+C’s: la coalición que necesita España
Una consideración general tras contemplar, analizar y somatizar el debate de NO investidura: en política sí que cualquier tiempo pasado fue mejor. Pedro Sánchez no es Felipe González, Pablo Iglesias es un showman machistoide pero no será Julio Anguita ni en 70 reencarnaciones y Mariano Rajoy no es menos brillante que Aznar pero goza en estos momentos de mucha menor autoridad moral de la que ostentaba antes y durante el hombre que cambió España. La excepción que confirma la regla es un Albert Rivera que no es Suárez, pero lo quiere ser y no descarto que algún día lo sea. Y del hemiciclo en general, mejor ni hablamos. Los de antes eran un mix de Churchill, Einstein y Luther King al lado de la cuadrilla de liliputienses en que se ha convertido nuestra clase política. Son lo peor de lo peor: no saben de nada y hablan de todo. Ya se sabe que no hay nada más insoportable que un mediocre que se cree un genio.
Antaño, a la política iban los mejores. Hoy, en bastantes casos, demasiados, los que no tienen donde caerse muertos. Es la triste consecuencia de lo regular que está pagado el servicio público en comparación con lo que un líder puede ganar en la vida privada. Los más reputados abogados, médicos, arquitectos, filósofos, escritores, periodistas, historiadores, ingenieros, economistas o notarios optan por el «virgencita, virgencita» al comprobar de qué soldadas estamos hablando. «Voy a ganar menos y encima me van a poner a parir a todas horas, pues que vaya su padre…», suelen reflexionar los número 1 cuando se les tienta desde algún partido. Un caso palmario es el de Luis Garicano, uno de los más prestigiosos economistas del mundo que continúa sin dar el gran salto (está y se le espera en Ciudadanos pero es lo que denominaríamos un consultor externo) porque económicamente el bajonazo que sufriría su economía familiar sería de padre y muy señor mío.
Siempre he sostenido, y no pienso desdecirme, que habría que doblarles los emolumentos con un gran objetivo por partida doble: que a la profesión más noble que pueda haber, que no es otra que servir a tus conciudadanos, vayan los mejores; y que los que vayan sientan menos tentaciones de hacer «tra-ca-tra-ca» al estar fenomenalmente remunerados. No puede ser que el presidente del Gobierno, que maneja un presupuesto de 122.000 millones, gane 79.966 euros brutos anuales. Que es un salario estupendo pero muy alejado de los 270.000 euros de Merkel, los casi 200.000 de Cameron, los 180.000 de Hollande o los 125.000 de Renzi. Obama es otra historia: está en los 320.000 euros más dietas. Sólo Albert Rivera se ha atrevido a hincarle el diente al tema al proponer subir el estipendio del inquilino de Moncloa a 300.000 del ala anuales. Pablo Iglesias plantea bajarlo a tres veces el salario mínimo, es decir, 1.950 euros al mes en 14 pagas. Pero no podemos olvidar un nimio detalle, que sólo la dictadura iraní –lo de Venezuela es aún un misterio– ha endosado a él y a su programa (La Tuerka) 2 millones de pavos desde 2013. Así cualquiera, así me bajo yo el sueldo a cero.
¿Y ahora, qué? Creo que el 26-J se antoja más necesario que nunca
Lo que el debate de NO investidura demostró no es sólo que el nivel de la clase política ha bajado treinta y siete escalones en el último cuarto de siglo. También que la diferencia entre el nivel del centroderecha y el de la suma del centroizquierda y la extrema izquierda es descomunal. El discurso a lo Boris Johnson de Mariano Rajoy y el de un Albert Rivera que estuvo en estadista y en presidente, al punto que el candidato parecía él, contrastaron con el de un Pedro Sánchez que nos durmió más que nos ilusionó o el de un Pablo Iglesias que empezó en versión Pasionaria como si estuviéramos en 1934 y terminó en modo macarra de barrio.
Las comparaciones son odiosas pero algunas de ellas son sencillamente escandalosas. La del martes, el viernes y muy especialmente el miércoles pertenece claramente al segundo apartado. Sabíamos que los cuadros del centroderecha español han sido (excepción hecha del primer y el segundo Gobierno felipista) históricamente mejores. Pero nunca pensamos que el gap entre unos y otros fuera tan enorme como lo es en la actualidad. La quintaesencia de cuanto digo es el tal Alberto Rodríguez, podemita cuyo único mérito para ir en las listas electorales es haber pegado a la Policía. Bueno, en las listas moradas cabe cualquiera. ¡Ay si Santiago Carrillo levantara la cabeza!
Visto lo visto, y ante la práctica inevitabilidad de unas nuevas elecciones (no veo yo a «dios», que diría Txiki Benegas, consintiendo un pacto con Pablo Cal Viva), la gran pregunta que surge es la misma que precedía al The End de la película El Candidato: «¿Y ahora, qué?». Analizando el pequeño espacio que separa la gobernabilidad de la ingobernabilidad, creo que el 26-J se antoja más necesario que nunca. Hay más posibilidades de desatascar esta situación de tablas en la que ha quedado el tablero político con unos comicios que sin ellos. PP y Ciudadanos se quedaron a 12 escaños de formar gobierno. PSOE y Podemos (manda bemoles que un partido socialdemócrata se plantee ir de la mano de unos totalitarios) a 16.
Sea como fuere, acaben resultando churras o merinas, lo cierto es que una alteración en esas pequeñas provincias en las que el tercer, el cuarto o el quinto diputado se decide por unos cientos de votos permitiría que la suma alcanzase entre 168 y ciento setenta y tantos. Porque, no nos engañemos, con 168 se gobierna España sin mayores problemas teniendo en cuenta que 25 escaños están en manos de los independentistas. Dos de ellos, por cierto, los detentan esos proetarras que nunca debieron acceder al Parlamento.
El camino a la gobernabilidad estaría chupado si PP y Ciudadanos fueran a las generales en coalición. Los 10,7 millones de papeletas que tienen aseguradas representarían el 44% de los votos. Traducido a escaños estaríamos hablando de no menos de 178, suficientes de largo para gobernar cómodamente aplicando el programa reformista y modernizador que precisa España especialmente en áreas como la Justicia, la Educación, el espinoso ámbito territorial, la siempre sensible cuestión social o el dramático epígrafe del desempleo.
La unión no sólo hace la fuerza sino que normalmente es un acto de justicia. Por muchas chorradas que suelte Pablo Iglesias por esa boca por la que da picos al independentista Domènech, la mayoría social en este país no es de izquierdas por cuanto las formaciones más próximas al centro (Ciudadanos, PSOE y PP) aglutinan 16 de los 25 millones de votos registrados el 20-D.
Todo depende ahora de que los unos y los otros renuncien a maximalismos. Y si la condición sine qua non es que Mariano Rajoy dé un paso atrás, que lo dé. Sería el mejor servicio que le puede hacer a esa verdadera mayoría natural de este país que jamás le perdonaría a él ni a Rivera que antepusieran sus intereses personales a los generales permitiendo, además, la llegada de Pablemos en cualquiera de los formatos. Que ni el gallego, que estuvo soberbio el miércoles, ni el catalán, que literalmente se salió del mapa, lo olviden: juntos, no suman, MULTIPLICAN. Pues eso.