En política cualquier tiempo pasado fue mejor

En política cualquier tiempo pasado fue mejor
Pedro Sánchez durante un acto de campaña. (Foto: Efe)

Si no han sido 300, habrán sido 200, y si no han sido 200, estaremos hablando de no menos de 100. Evidentemente no he contado la de ocasiones que en las últimas semanas me han abordado por la calle lanzando al aire dos preguntas de tan aparente fácil respuesta como en el fondo complicada resolución: «¿Vamos a tener que ir a votar otra vez?», «¿habrá que meter la papeleta el 25 de diciembre?». Y hasta el más socialista de los ciudadanos socialistas (esto me ha sorprendido sobremanera) tiene claro que no se puede ni se debe suplantar la voluntad de Juan Español, que le otorgó a Mariano Rajoy 52 escaños más que a un Pedro Sánchez que se ponga como se ponga se pegó una bofetada de aquí no te menees.

Si tradicionalmente la corrupción ha sido el marchamo con el que el imaginario colectivo identificaba al político patrio, ahora son la mediocridad y el egoísmo los rasgos distintivos de la clase pública que para nuestra desgracia rige nuestros destinos. Uno, que tuvo la suerte de conocer personalmente a muchos de los que hicieron la transición de la dictadura a la democracia, se lleva las manos a la cabeza al certificar que desgraciadamente en política cualquier tiempo pasado fue mejor. Comparar a Adolfo Suárez, a Martín Villa, a Pérez Llorca, a Leopoldo, a Torcuato, a Felipe González, a Alfonso Guerra o incluso al mismísimo Carrillo (al de 1978, no al de Paracuellos) con los de ahora es como parangonar a Cristiano Ronaldo con el mejor jugador del Osasuna de mi alma. Sencillamente, un imposible físico o metafísico porque son galaxias distintas.

La aversión guerracivilista al consenso, de pensar más, mucho más, orgánica o personalmente que en España es la marca de la casa de la actual Carrera de San Jerónimo. Lo afirmo en general pero lo suscribo muy en particular por un Pedro Sánchez que no le llega a Felipe González ni a la altura del betún. Al secretario general socialista por antonomasia no se le ocurrió ni por asomo intentar pactar con el diablo para birlarle La Moncloa a un Adolfo Suárez que en 1977 tuvo 165 diputados y en 1979 se tuvo que conformar con una leve mejoría, 168. En ninguno de los dos casos hizo malabarismos: primero, porque tendría que haberse confabulado con Manuel Fraga, que tenía que ver con él lo mismo que Pedro Sánchez con Pablo Iglesias; segundo, porque se metió en el bolsillo 118 y 121 diputados respectivamente. Por cierto, la distancia entre Adolfo y Felipe fue menor en ambos casos (47) que la que en estos momentos separa a Rajoy del todavía secretario general del PSOE (52 escaños ni más ni menos).

Rafa Nadal, que no sería mal candidato a la Presidencia del Gobierno pues acumula más sesera que todos los de ahora juntos, lo pudo decir más alto pero no más clarito en una entrevista en mayo: «Los políticos no se enteran que los españoles hemos votado gris y, por tanto, que tienen que gobernar en gris pactando». El primero que ha de aplicarse el cuento es un Pedro Sánchez que no ha comprendido que la política ya no es como antaño desgraciadamente (bendito bipartidismo) sino que nos aproximamos desde la realidad a esa ficción que describe magistralmente la serie Borgen. Los gobiernos de coalición son la marca de la casa en toda Europa y a nadie se le caen los anillos. En Alemania, no en Finlandia o en Luxemburgo, es decir en la primera economía de la zona euro, gobiernan en coalición los socios del PP (la CDU de Merkel) en coalición con los sosias del PSOE, el SPD de Sigmar Gabriel. Y aquí paz y después gloria. Y les va de cine.

Si los que nos llevaron de la dictadura a la democracia hubieran padecido tanto ombliguismo como nuestros actuales líderes -lo de líderes es un decir- hubiéramos sufrido otra Guerra Civil, los Pactos de La Moncloa no formarían parte de lo mejor de nuestra historia, no se hubiera aprobado una constitución, en la Comunidad Europea nos hubieran mandado a esparragar, no habría pensiones ni educación universales, en fin, que o hubiéramos acabado a palos como 40 años atrás o el franquismo habría continuado con otro patas cortas (que es como llamaban jocosamente al sátrapa).

Del debate de ideas salen siempre mejores ideas. El pacto obliga a renunciar a parte de tus ideales en pos de un ideal mayor que es el bien general. Ésa es la fórmula que, por ejemplo, emplearon los founding fathers (los padres fundadores) de los Estados Unidos de América para construir la mayor y más libre potencia en 2 millones de años de humanidad basada en la pluralidad y la autocrítica. Adams, Hamilton, Jay, Madison, Jefferson, Franklin y el excelso Washington no pensaban igual pero sí coincidían en la necesidad de separarse de Inglaterra y crear una nueva nación en la que la vida, la libertad y la persecución de la felicidad estuvieran garantizadas constitucionalmente. Todos cedieron y todos ganaron y así se lo reconoce monolíticamente la historiografía.

En el fondo de todos nuestros males subyace, como decía, el nivel de nuestros políticos. Que Pablo Iglesias sea la referencia ¡¡¡intelectual!!! y ¡¡¡moral!!! de parte de nuestra izquierda social y mediática es para salir corriendo. Que Pedro Sánchez sea el sucesor de dios (Felipe González) y ostente el bastón de mando en Ferraz es para pellizcarse y pensar si no nos están gastando una broma de mal gusto en un programa de inocentes de ésos que sacan por la tele de vez en cuando. Y qué me dicen de ese Kichi, de Zapata, de Rita o de Ada: si alguien nos cuenta hace 10 años que acabarían siendo ediles de Cádiz, Madrid o Barcelona hubiéramos sospechado que se acababa de meter un tripi. Tres cuartos de lo mismo hubiéramos pensado si alguien nos vaticina hace 15 años que el multimillonario Ignacio González, alias Nachete, terminaría presidiendo la Comunidad de Madrid.

El problema no es sólo Pedro, Pablo, Kichi, Zapata, Rita, Ada o Nachete por poner unos pocos pero llamativos nombres. El drama es que antaño a la vida pública iban los mejores haciendo un hueco temporal o definitivo en sus exitosas carreras profesionales. Renunciaban al dinero por el interés general. Venían a servir y no a servirse. En nuestros días, a la política suelen ir los que no tienen otra cosa que hacer, los que sólo quieren ser importantes y no útiles que diría el gran Winston Churchill, los que proclaman para sus adentros aquello de «a robar, a robar, que el mundo se va a acabar», en resumidas cuentas, los que no pudieron triunfar en sus respectivas carreras o los que pensaron que lo de la política era una carrera como la de abogado, arquitecto, dentista, médico, historiador, filósofo o economista. Y perdón por la generalización porque toda generalización acarrea injusticias. Fernández Vara, el propio Rajoy, Guindos, Susana, Page, Cospedal, Santamaría, Carmona y Alberto Garzón son algunas de las excepciones que confirman esa regla de que en esto cualquier tiempo pasado fue mejor. 

Bastaría con doblar la remuneración de nuestros políticos. A mejores sueldos, mejores cabezas tendremos en la res publica. Tan sencillo como eso. Cualquier profesional de postín se lo piensa 20 veces antes de dar el paso, si es que lo da, porque la mayoría se parapeta en el «virgencita, virgencita…». No será la primera vez que algún importante profesional liberal me ha pegado un corte importante cuando le he planteado por qué no da el paso: «¿Voy a ganar menos para que encima se cisquen en mi madre día sí, día también?». Ni la segunda que me han aclarado que no quiere que le identifiquen con una actividad manifiestamente inempeorable en términos de opinión pública: «¿Qué quieres, que me hagan concejal y todo mi entorno piense que soy un chorizo?».

Pues eso: que hay que dignificar salarialmente a nuestros políticos. Para que podamos aspirar a ese concepto aristotélico y platónico del «gobierno de los mejores» que puso en práctica John Kennedy con sus célebre Camelot. Siento vergüenza como español de lo que ha ocurrido estos días en el Congreso de los Diputados por culpa de ese resultado diabólico que depararon las urnas tanto el 20-D como el 26-J. Lo cual, por cierto, me lleva a colegir que la reforma electoral debe pasar exclusiva e inexorablemente por instaurar la doble vuelta. Desde el 3 de enero ya tendríamos gobierno, de uno u otro signo, y no estaríamos maldiciendo a los 350 padres de la patria. Unos padres de la patria que, como dejen que esto degenere en terceras elecciones, y encima ¡¡¡el día de Navidad!!!, no podrán salir a la calle. Porque les van a decir de todo y por su orden. Y no precisamente guap@s… 

Lo último en Opinión

Últimas noticias