Y el Papa Francisco se fue a visitar a Fidel Castro

Ahora todo el mundo está hablando del Papa Francisco. Y, como dice un amigo mío, casi todos los que le elogian no van nunca a misa. Yo tampoco voy a misa. Es más, me considero una atea. Pero me reclamo cada vez más una «católica cultural», o una «católica atea» como se definía Gustavo Bueno. Eso se me ha acentuado en los últimos tiempos, no sé si por ver la vida desde la atalaya de los años o por el miedo a dejar nuestras sociedades desguarnecidas ante la militancia firme, resuelta y agresiva de ciertos grupos religiosos. Pero quien seguro que no ha tenido nada que ver es el Papa Francisco. Es más, si le hubiera tenido en cuenta, sería aún más activista en mi escepticismo descreído.
Porque a mí no me gustaba este Papa. Y ahora que están sacando tantas anécdotas e imágenes y se refresca la memoria, menos. Que si era muy cercano, que si era muy humilde, que si estaba tan concienciado con los pobres y los que sufren. En fin, que no me interesa del catolicismo nada de eso. Ni culturalmente. No porque prefiera a la gente distante, autista, poco empática y con aires de superioridad. Tampoco porque no quiera una sociedad solidaria y compasiva. Sino porque temo, por un lado, que las amenazas graves que se ciernen sobre nuestra cultura y valores se refuerzan, precisamente, con sobredosis de humildad. Diría incluso que el talante buenista tiene el efecto contrario. Y, por el otro, que ya hemos visto suficientes sufridores (pobres o no) que hacen de su victimismo bandera e, incluso, una justificación de las peores barbaridades.
El Papa Bergoglio fue un Papa muy convencido de que sus ideales cercanos a la izquierda serían un bien para la Iglesia. Incluso le he leído a un periodista que su propósito era ganarse precisamente a esa izquierda que controla los medios, la educación y la cultura. Según él «para avanzar en el trabajo social». ¿Y eso qué es? Porque más bien parece que la izquierda haya dejado un erial por donde ha pasado en los últimos años. Como «trabajo social», no lo veo. Cierto: una sociedad sana necesita del iconoclasta, del disidente. Pero, aun asumiendo que de éste se pueda al final obtener algún resultado positivo, el excelente filósofo y escritor de principios del siglo XX G.K. Chesterton ya advirtió de los peligros que acarreaba esa disposición rompedora. ¿Sabe siempre el rebelde de lo que habla, dijo?
Me ha producido una náusea enorme volver a ver las imágenes del Papa con todos los dictadores de Hispanoamérica. Que fuera a rendirle pleitesía al criminal de Fidel Castro. ¡Madre mía! O que recibiera a Maduro mientras la mujer del opositor, Lilian Tintori, y otros familiares protestaban en la Plaza de San Pedro pidiendo una audiencia que no se les concedió. Por no hablar de Evo Morales y otros indigenistas de la Pacha Mama. Y qué decir del sesgo siniestro sobre la guerra en Gaza, comprando el relato de los agresores yihadistas. Nunca tuvo disposición en señalar el auténtico origen del conflicto: la horrible masacre del 7 de octubre. Ni se nos unió pidiendo la liberación de la infortunada familia Bibas. Tampoco, desde luego, fue claro reclamando el derecho de Israel a tener un país y a defenderlo. Y fue un Papa que permaneció prácticamente impasible ante las matanzas de cristianos por parte de musulmanes en tantos lugares de África y de Asia.
¿Qué cambió Francisco? Quienes entienden dicen que no la doctrina en cuestiones como el aborto, la eutanasia, el celibato o la ordenación de mujeres. Aunque su postureo políticamente correcto le atrajera los elogios de los políticos progres o de los periodistas de izquierdas, desplegó su virtuosismo moral para que todo siguiera igual. Y, en realidad, no me quejaría de eso. A ciertos católicos ateos no nos gusta la iglesia «como la sociedad». ¡Qué va!: la preferimos eterna. Chesterton habló de esas «vallas» (como las del misterio de la vida y de los orígenes, el rito o la tradición) que es mejor saber para qué sirven antes de desmantelarlas. Yo, desde fuera, diría que una Iglesia milenaria perdura si las conoce y respeta. Pero vete a saber.
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