Obligados a recortar el gasto superfluo
Los presupuestos, bajo el escenario macroeconómico que han sido elaborados, apuntan a un crecimiento del empleo que se acercaría a los 20 millones de trabajadores ocupados, reduciendo la tasa de paro a unos 3,4 millones y dejándola en torno al 15% o incluso por debajo. Eso, claro está, si la inestabilidad política y el cambio gubernamental no inciden en que el ritmo se mantenga estable y constante. Más gente trabajando, más masa salarial —harina de otro costal es la cuantía y precariedad de los salarios—, teóricamente más posibilidades de gastar y mayor capacidad de consumo. Volvamos al gasto público previsto para 2018, a aquellos 491.291 millones de euros. Las grandes partidas se concentran en los capítulos de protección social, con 199.816 millones de euros, y de salud/sanidad, con 71.198 millones. La suma de ese gasto social es de 271.014 millones de euros, constituyendo más del 55% del gasto público total de 2018.
Dos aspectos sobresalen aquí. El primero de ellos conecta con las pensiones. No se trata de discutir, aquí y ahora, si son altas o bajas. Lo indudable es que al mejorar la esperanza de vida y la longevidad de los españoles estamos ante una partida del gasto público que a medida que pasen los años se irá acrecentando, haya o no haya actualizaciones e indexaciones en función del índice de precios del consumo. El envejecimiento de la población española es una realidad incuestionable. Y al mismo tiempo una población envejecida exige una mayor atención sanitaria. Por tanto, España, como la mayoría de países de la Europa occidental, se enfrenta a un doble reto: sostener financieramente a nuestros mayores y además cuidar de su salud.
Desde luego, a poco que uno se sumerja en el maremágnum de cifras de nuestro gasto público, con lupa de aumento, seguro que encuentra partidas sorprendentes y extrañas dentro del tótum revolútum que son las cuentas públicas, distribuidas entre las distintas Administraciones que conformen el conjunto del Estado. Esa misión casi imposible es la que algunos avezados sabuesos tendrían que llevar a cabo con la finalidad de recortar ese gasto superfluo, a veces abundante, que incrementa la factura del Estado y que una de dos: o exige recortar gasto en conceptos esenciales como la protección social y la sanidad o implica aumentar los impuestos a los contribuyentes. Veamos la configuración de los ingresos totales del conjunto del Estado para 2018 que suman 464.346 millones de euros. La principal fuente de ingresos viene dada por los impuestos que se elevan a 273.228 millones de euros, aumentando en comparación con 2017 en 13.873 millones. Demos por supuesto, ante ese incremento potencial de nuestros impuestos, que la marcha económica de España fluya con alegría porque de lo contrario el palo tributario será de los que hacen época.
Las cotizaciones sociales para 2018 se estiman en 149.982 millones de euros. Más personas trabajando, más empleo, más cotizantes a la Seguridad Social, tasa de paro reduciéndose, ¡mejoran las cotizaciones sociales que lo hacen en más de 7.000 millones de euros respecto a 2017! También acá vale el mismo comentario precedente: que así sea porque de lo contrario habrá subida de las cargas sociales a soportar por nuestras empresas y trabajadores. Los restantes ingresos del Estado se prevén en 41.136 millones de euros. Si todo ese mosaico presupuestario cristaliza, el déficit público sería en 2018 del 2,2% sobre el PIB, o sea, de 26.945 millones de euros. Y en teoría, aunque solo en teoría, la deuda pública que computa a efectos del protocolo de déficit excesivo se situaría al cierre de 2018 en el 97% del PIB, del orden de 1.176.020 millones de euros. Que así sea. Amén.