Niza: el 14 de julio más amargo
Los fuegos artificiales de la noche más bella y esperada de la Costa Azul se vistieron de luto ensangrentado este 14 de Julio por una barbarie homicida que no tiene Dios. En la Promenade de les Anglais, inmóbiles frente al camión de la muerte, nos damos cuenta de que no bastan las medidas de seguridad que forman parte de la vida diaria de muchas capitales no sólo europeas. No basta el estado de alerta máxima y permanente de un país, Francia, ya martirizado por la furia y el odio yihadista. No bastan todas las victorias en Oriente Medio contra el ‘califato’, en Faluya como en Raqqa y Mosul. El terrorismo islamista ha conseguido trasformar desde Francia a Túnez, desde Bélgica a Bangladesh, desde Estados Unidos a Turquía gestos y acciones cotidianas, sencillas, en una pesadilla permanente.
La muerte a manos de ISIS y de sus fanáticos asesinos ha llegado del mar aplastando con su odio una tranquila playa tunecina. Ha sacudido de odio y muerte los bistrot parisinos. Hubiera podido reventar como un cementerio el Stade de France. Se ha insinuado en el aeropuerto de Bruselas y su metro llenándolo de cadáveres y llanto. Ha buscado extranjeros para degollarlos en un restaurante de Dacca. Se ceba día tras día con los habitantes de Bagdad y el resto de Irak ya huérfanos de paz y libertad desde hace muchos años. Ha hecho de Estambul una trampa mortal para los turistas, los que creen en otro Dios o en el mismo. Ha llenado de réquiem mortales el baile de Bataclán y los gritos de libertad y de tolerancia en Orlando.
Hay que tener una imaginación diabólica, además de ejércitos inmensos y miles de efectivos militares en estado de guerra en las ciudades, para poder entender dónde y cómo golpeará la próxima vez la brutalidad asesina de estos animales disfrazados de fanáticos religiosos. ¿Qué otro momento cotidiano de nuestra vida querrán golpear la próxima vez que decidan matarnos? ¿Un cine, una boda, la fiesta de cumpleaños de quien sabe qué niño en qué ciudad del mundo?
La matanza en la Promenade des Anglais, la noche en la que Francia celebraba el 14 de julio, Fiesta de la República, es hasta el momento la más cruel y espectacular demostración de cuánto se ha extendido el virus del miedo. Donde no llegan los Kalashnikov, los cinturones explosivos y las granadas, llega un camión en loca carrera y revienta la vida de decenas de personas en una noche cálida de julio en el paseo marítimo.
Estos monstruos disfrazados de radicales religiosos han estudiado muy bien nuestras vidas, han aprendido a odiarla, a medir muy bien cómo funciona y a sorprendernos destrozando con muerte, nuestra manera de vivir. Los autores de estas masacres son en el 90% de los casos conocidos por las inteligencias de los países y descubrimos después que son seres despreciables que con sus macabras acciones intentan justificar una vida marginal vivida casi siempre en guetos de los cuales no han sabido salir. Desafortunadamente, el hilo conductor que liga a estos asesinos es la capacidad de matarnos por la espalda.
No es fácil y, probablemente nunca podremos entender tanto odio, tanto rencor, este deseo irrefrenable de matarnos y romper nuestra paz y serenidad. Pero, justamente, el haber conseguido llegar a este estado del bienestar que nuestros padres han ayudado a construir, tiene que cargarnos de toda la responsabilidad para llegar a luchar contra los asesinos con serenidad de ánimo pero, a la vez, buscando respuestas fuertes y contundentes. Los musulmanes no son nuestros enemigos, quien nos odia no cree en ningún Dios, no merece ningún Dios, no representa a ningún Dios. Las ideas de odio con las que estos militantes del diablo quieren contaminar el mundo tendrán que encontrar nuestra respuesta fuerte, pero llena de paz y esperanza.