Ni sumisas ni víctimas

Quizá lo que más llame la atención de la mayoría de los manifiestos feministas que se publican estos días sea el carácter tan furibundamente reivindicativo de muchos de ellos. Resulta bastante paradójico que en el momento en que las mujeres hemos alcanzado más logros, en el instante en que la presencia femenina es no sólo habitual sino incluso mayoritaria en campos como la medicina, la docencia o la comunicación; cuando hemos llegado, en fin, a las más altas cotas de la política, la empresa o la Administración del Estado, más vehementes sean las proclamas contra la opresión femenina. En cierto modo, el feminismo incardinado en la izquierda —y el símil eclesiástico se antoja de lo más pertinente— vive —o pena— bajo un síndrome semejante al del antifranquismo. Nunca, en efecto, ha habido tantos antifranquistas como en nuestros días, cuando llevamos más años en democracia que los que duró el régimen de Franco.
En este sentido, es altamente revelador cómo los ayuntamientos podemitas, en el intento de desviar la atención de su probada incapacidad para resolver problemas reales, se han lanzado a una Guerra Civil reloaded, convirtiendo la política, esa que venían a dignificar, a ennoblecer, en una vergonzosa revisitación del cainismo. Ocurre otro tanto con el nacionalismo. Cataluña jamás había disfrutado de un grado semejante de autonomía respecto a España, ni la lengua catalana había sido cuasi exclusiva —excluyente, de hecho— en la enseñanza, ni los medios de comunicación en catalán habían ejercido tantísima influencia social. Pues bien, nunca ha habido en esta comunidad tantos soberanistas como hoy en día, contradicción que se explica por el afán de los sucesivos gobiernos de Cataluña en hacer del catalán una lengua de obediencia nacionalista, esto es, en relegar su función principal, la comunicativa, para exaltar su función diferencial.
En los tres casos, la reivindicación —frente al macho, frente a Franco, frente a España— presenta un paralelismo con ciertas adicciones, en el sentido de que, traspasado cierto umbral, ya nada satisface las expectativas de quien, en el fondo, apenas aspira a paliar el mono… de victimismo. La mujer española ya no es aquella sufrida ama de casa que le tenía al marido a punto las zapatillas, la copita de Fundador e incluso a ella misma; Franco murió en 1975, mal que le pese a cierta izquierda; y Cataluña ha conseguido lo que parecía imposible tras culminar la cima del autogobierno, y es hacer lo propio con la del ridículo. Pero aquellas sí que eran causas. Y la izquierda solidificada no va a renunciar a ellas por mucho que ya estén prácticamente solucionadas o en el buen camino. Aunque ello nos divida en grupos cada vez más estancos, aunque sea al precio de hacer de la diferencia, incluso del capricho identitario, la principal enseña política.
Somos muchas las mujeres que no estamos por ello, que queremos construir una sociedad mejor, y hacerlo de forma inclusiva, con nuestras parejas, padres, hijos o hermanos. No nos queremos victimas porque no lo somos. Ésa es la idea que anima el manifiesto ‘No nacemos víctimas’, que un grupo de mujeres entre las que me cuento publicamos e hicimos circular por las redes, no sin recibir el menosprecio de quienes se arrogan la representación del colectivo de mujeres, incurriendo en el mismo paternalismo que denunciaban las feministas de otras épocas. Invito a todas aquellas mujeres que se sientan reflejadas en el texto, a firmarlo y divulgarlo —hemos habilitado, para ello, la web https://nonacemosvictimas.com—. Por las muchas generaciones de mujeres a quienes les debemos lo que somos. Con el anhelo de que nuestras hijas, en el futuro, se sientan orgullosas de nosotras.