La necesaria vuelta a la normalidad

La necesaria vuelta a la normalidad
La necesaria vuelta a la normalidad

No podemos seguir viviendo en este estado de miedo y la alarma que se ha vuelto a instalar entre nosotros debido a la aparición de la variante del virus procedente de Sudáfrica, a la que han bautizado como Ómicron. Es cierto que dicha variante es mucho más contagiosa. De esa manera, los contagios se disparan exponencialmente y enseguida la alarma se enciende, con el temor enroscado en la mente de muchas personas. Muchos gobiernos imponen, de nuevo, severas restricciones y muchos medios de comunicación informan de ello de manera apocalíptica. Es cierto que el coronavirus ha sido una enfermedad que se ha cobrado muchas vidas, pero también es cierto que, a día de hoy, su gravedad no es la misma que la que vivimos a comienzos de 2020: contamos con la experiencia acumulada desde entonces y, sobre todo, tenemos las vacunas, elaboradas en un tiempo récord, fruto de la ciencia y la tecnología. Pronto, contaremos con fármacos para tratar la infección por este virus, de manera que estamos dando pasos hacia la asunción de esta enfermedad como una más.

Por supuesto que una sola muerte es un drama, pues la vida humana, cada una de ellas, es irreemplazable, tragedia que es cada vez que fallece una persona por cualquier motivo -no nos olvidemos de que cada año mueren más de 120.000 personas por infartos y derrames cerebrales, según el INE-; ahora bien, en términos agregados, la letalidad del virus ahora es mucho menor, tanto porque la mutación de esta nueva cepa contagia más, pero de manera menos grave -lo que nos enseñaban en biología: el virus busca sobrevivir, para lo cual, muta, haciéndose más contagioso, pero menos letal-, como porque disponemos de vacunas que minimizan el daño que el virus pueda causar en nuestros organismos.

No hay nada más que ver los datos para darnos cuenta de que es así: hay muchos contagios, pero una incidencia mucho menor tanto en hospitalizaciones, como en ocupación en UCI, como en fallecimientos. Por eso, los gobiernos deberían fijarse en ello y explicarlo, llamando a la calma y la prudencia, y los medios de comunicación deberían resaltarlo, en lugar de entrar en una ristra de titulares que no profundizan en la realidad, como hacen algunos. Ya sucedió con la prima de riesgo, con los ríos de lava del volcán o ahora con el virus: en muchas ocasiones se habla sin analizar los datos ni los motivos, incluso sin comprender el tema del que se está hablando, y eso contribuye al alarmismo injustificado. Del mismo modo, deberíamos pensar que aunque es más contagiosa y menos letal, una parte importante del número de contagios se debe a que ahora los ciudadanos compran test y se los hacen ellos mismos, siendo, gran parte de ellos, asintomáticos o muy leves. ¿Cuántos casos habrá habido en el pasado que no se detectaron por ausencia de test?

Pese a que muchos expertos afirman que la nueva variante es mucho más contagiosa, pero muchísimo menos letal; y pese a que está demostrado que la vacunación frena muchísimo la gravedad de la enfermedad, hasta ir convirtiéndola en una enfermedad más, que parece que va a quedarse y que habrá que afrontar con completa normalidad, con vacunación para quien la necesite, con los nuevos fármacos para combatirla que están próximos a llegar, y que llegarán, insisten en generar un alarmismo injustificado. Es cierto que cualquier muerte es horrible, como he dicho antes, por supuesto: quién no se lamenta de un fallecimiento, que es, además, una pérdida horrorosa, además de para el fallecido, para todos sus familiares y allegados.

Ahora bien, una cosa es ésa y otra muy distinta que no se ponga todo en contexto. Hay enfermedades, como las antes mencionadas, que, en muchos casos han quedado en un segundo plano, cuando su grado de letalidad es todavía mayor, y seguirá siéndolo mientras, gracias a Dios, la letalidad del coronavirus va bajando gracias a la ciencia y a los avances sanitarios, especialmente las vacunas y los próximos fármacos. Sólo con las vacunas, la gravedad del virus es mucho menor, camino de convertirse en una enfermedad habitual, como otra cualquiera, con la que poder hacer vida normal.

Falta un último trecho, pero estamos más cerca de lograr acabar con la terrible tragedia que hemos vivido. No quiere eso decir que no vayan a morir más personas de coronavirus una vez que se domine la situación, porque si el virus permanece, muertes, desgraciadamente, habrá, pero será ya a otro nivel, insistiendo en que cada vida que se pierde es una tristeza y un tesoro irrecuperable, como lo son los fallecidos por cualquier enfermedad, pero global y agregadamente ya no tendrá la letalidad que ha tenido.

Los políticos deberían hablar claro y contarle a la población toda la verdad, para que pudiesen ser extremadamente prudentes en sus comportamientos, con el objetivo de ni contagiar ni verse contagiados -como con cualquier enfermedad contagiosa-, pero para que con toda esa prudencia mencionada pudiesen ir recobrando su vida normal. Deberían repetir, una y otra vez, lo que se desprende de los datos del ministerio de Sanidad, que muestran claramente que, con la vacuna, el coronavirus suele ser muy leve y terminará siendo una enfermedad más.

Hay que volver a la normalidad sin adjetivos, hay que convivir con la enfermedad. No es viable que haya 500.000 personas de baja, ni que sin síntomas tengan que permanecer en ese estado durante siete días. Esta enfermedad parece que se quedará entre nosotros y, en términos generales, ya es mucho más leve, como digo, de manera que hay que afrontarla con total naturalidad, porque, si no, no saldremos adelante. No podemos seguir con el artificio del gasto infinito para tapar la caída de actividad por mantenimiento de restricciones, sino que deberemos afrontar el hecho de que contagios va a haber, pero muertes las habrá -salvo giro no esperado actualmente- en los niveles de otras enfermedades, no tan altas, gracias a Dios. No podemos seguir radiando al minuto la incidencia acumulada, cuando no parece que sea representativa de la gravedad de la enfermedad. No podemos incentivar que ciudadanos con síntomas leves o sin síntomas acudan a los centros de atención primaria o a urgencias, porque impedirá que sean tratados casos realmente graves de coronavirus o de cualquier otra enfermedad. No podemos generar incertidumbre con el vaivén de las restricciones. Los estudiantes no pueden vivir con el vaivén de la presencialidad o no de clases y exámenes, no pueden seguir perdiendo tiempo de formación, pues pese al buen sustitutivo que se encontró con las clases por videoconferencia, no se aprende lo mismo que presencialmente en el aula, ni los exámenes son igual de fiables si no son presenciales.

Tenemos que volver a la vida normal, a la de antes de marzo de 2020: trabajando el que se encuentre bien y quedándose en su casa quien se encuentre mal, para recuperarse, visitando al médico en los casos de necesidad, olvidando el nido de gérmenes que terminan siendo las mascarillas, que sólo pueden ser útiles en muy excepcionales casos, pero no en el día a día, ni exterior ni interior, porque el virus tampoco consigue frenarse con ello -y a las pruebas de datos me remito- y que nos hace respirar constantemente dióxido de carbono, nada beneficioso para el organismo. Debemos transitar hacia el tratamiento de esta enfermedad como una más, como digo, gracias a las vacunas y a los fármacos, asumiendo cada uno la responsabilidad de nuestras decisiones, de manera que si una persona no se quiere vacunar habrá de ser consciente de que tiene un mayor riesgo de enfermar gravemente. En el uso de su libertad deberá asumir eso.

Hay que dar ese paso más pronto que tarde, explicándolo a la población, porque ni las personas ni la economía aguantan más. Por tanto, hay que vivir y salir adelante, sabiendo que esta enfermedad se está convirtiendo ya en una más, con la que habrá que convivir con normalidad, tratamiento y vacunación para quien sea necesario, y la economía y la vida deben seguir con la normalidad de siempre, es decir, con la normalidad sin adjetivos.

 

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