Manuel Fraga, padre de la Constitución

Manuel Fraga, padre de la Constitución

No vale decir, como dicen algunos frívolos, que Franco es simplemente un individuo grotesco, que tiene buena suerte, porque eso no es más que la versión invertida de la imagen de Franco hombre providencial difundida por la propaganda. ¿Puede, en efecto, imaginarse nada más providencial que veinticinco años de buena suerte? Veinticinco años son muchos años. España y los españoles han cambiado, y aunque forzosamente hubieran cambiado también sin Franco, el hecho es que han cambiado con él. De la España que Franco deje han de partir quienes vengan cuando éste acabe, no de ninguna anterior”. Así se expresaba, a la altura de 1965, Jaime Gil de Biedma, todo lo contrario de un franquista; gran poeta y hombre de izquierda que hubo de padecer la homofobia dominante en el PCE, encarnada por entonces en la figura del filósofo marxista Manuel Sacristán.

La sociedad española es heredera, guste o no, de Franco y de la dictadura que encarnó. Lo cual es especialmente cierto para la derecha española. Alianza Popular (AP) y Unión del Centro Democrático (UCD) hunden sus raíces en los  sectores reformistas y tecnocráticos del régimen de Franco.

Resulta evidente que no puede considerarse la dictadura nacida de la guerra civil como un todo en el que fuese imposible distinguir entre conservadores ilustrados, moderados y modernizadores de tradicionalistas, integristas e inmovilistas. Esa ausencia de las necesarias distinciones es el fruto de una superficial cultura de izquierdas, todavía hoy dominante en nuestro campo historiográfico, y que se refleja en la falacia de la denominada memoria histórica. Una actitud que es incapaz de considerar con una mirada objetiva los hechos de la historia; una miopía histórica agravada por la presbicia ideológica, pero igualmente política o, peor, partidista, que ha caracterizado a la izquierda historiográfica de los últimos cuarenta años.

Esta superficial consideración  del periodo histórico ha impedido hasta ahora comprender como funcionó en realidad la dictadura, cuáles fueron sus fines, su actuación en las diversas etapas de su trayectoria histórica, cuáles fueron sus efectos sobre la población, etc.

En este proceso, tuvo un papel esencial la figura de Manuel Fraga Iribarne, hoy prisionero en la ergástula de la memoria histórica. Hombre ambicioso, dinámico, autoritario, enérgico, caracterizó siempre a Fraga una clara voluntad de educar a sus compatriotas en el camino que él consideraba adecuado. Su gran ambición fue ejercer el liderazgo político de un proceso que siempre consideró irreversible de modernización y liberalización. En ese sentido, su trayectoria fue paradójica, ya que el político gallego fue, al mismo tiempo, autoritario y liberal.

Con el parlamentarismo británico en el horizonte

Devoto de Aristóteles, Saavedra Fajardo, Maeztu y Carl Schmitt, ingresó por oposición –con sendos números unos– en el Cuerpo de Letrados de las Cortes y en la Escuela Diplomática. Muy pronto consiguió la cátedra de Derecho Político y de Teoría del Estado, y además fue director de Instituto de Cultura Hispánica y del Instituto de Estudios Políticos. Sin embargo, desde sus primeros escritos, se mostró partidario de la reforma política de la dictadura. Ya en su libro La crisis del Estado, de 1955, manifestaba su confianza en las posibilidades históricas del sistema parlamentario, sobre todo en la modalidad británica. Su etapa como ministro de Información y Turismo le dio la oportunidad de poner en marcha algunos de sus proyectos políticos.

Una de sus grandes iniciativas fue la promoción de la industria turística, que sigue siendo uno de los pilares de nuestro sistema económico. No menos lúcida fue su apuesta por las reformas políticas como respuesta a las transformaciones sociales, económicas y culturales que experimentaba el país tras el Concilio Vaticano II y el proceso de modernización económico social. Su Ley de Prensa de 1966 fue liberalizadora, ya que declaraba la libertad de expresión y suprimió la censura previa de la prensa, aunque con algunos límites políticos y religiosos. Como ha señalado el historiador Juan Pablo Fusi, esta ley abrió múltiples “espacios de libertad”, sobre todo en los ámbitos periodísticos y culturales.

En su debe, hay que señalar los casos de Julián Grimau y Enrique Ruano. Perdió, además, la batalla por la apertura política frente a Carrero Blanco y los tecnócratas. Tras su cese como ministro, elaboró un proyecto reformista frente a la tecnocracia y los inmovilistas. Criticó la tesis del “fin de las ideologías” y se declaró partidario del “desarrollo político” cómo vía a la instauración de lo que denominaba “la democracia posible”, basada en una política de “centro”. Su figura histórica de referencia era Antonio Cánovas del Castillo, como hombre de “centro” y artífice de la Restauración.

Tras la muerte de Franco, Fraga apareció como el líder “natural” de una derecha con posibilidades de éxito. Sin embargo, su presencia en el primer gobierno de la Monarquía, como vicepresidente y ministro de Gobernación, fue un fracaso. Sus proyectos reformistas fueron rechazados por los sectores más inmovilistas de la dictadura y por la oposición de izquierdas. Los luctuosos sucesos de Vitoria y de Montejurra consolidaron la imagen de un Fraga duro y autoritario. Sin embargo, su figura se perfiló como la del líder de la transición a la democracia liberal.

No fue así. Aconsejado por Torcuato Fernández Miranda, Juan Carlos I eligió a Adolfo Suárez, un político al que se consideraba manejable, para esa tarea. Fraga nunca se recuperó de esa derrota. Para colmo, fue Suárez quien encarnó la política de “centro”. Sin embargo, el gallego no tiró la toalla y aspiró a liderar lo que entonces, y aún hoy, se denominaba “franquismo sociológico”, a través de Alianza Popular, federación de partidos que agrupó a siete exministros de Franco.

Éxitos parciales y sonoros fracasos

No obstante, se vio eclipsado por el dinamismo de Suárez y tuvo que dar su apoyo a la Ley de Reforma Política. En aquel nuevo contexto político, su fracaso electoral era previsible; tan sólo dieciséis diputados en las elecciones de 1977. Sin embargo, su participación en la elaboración del texto constitucional de 1978 contribuyó a realzar su figura política. Con todo, su valoración del proyecto constitucional no resultó entusiasta. Criticó el modelo económico, la partitocracia y, sobre todo, el modelo territorial y la inclusión del término “nacionalidades”, que juzgaba muy peligroso.

En su opinión, la cuestión nacional era “la cuestión capital de esta Constitución; la que determinará su éxito o su fracaso y el juicio de la Historia”. No se equivocó; lo estamos viendo. Sin embargo, optó por el voto afirmativo en el referéndum de 1978; lo que, sin duda, favoreció la integración en el nuevo régimen de un sector cualitativamente importante de la sociedad.

Uno de sus gestos más llamativos fue la presentación de Santiago Carrillo en el Club Siglo XXI. Lo cual no le sirvió para despegar electoralmente. Su alianza con Areilza y Osorio, en Coalición Democrática, fue un nuevo fracaso. No obstante, rechazó cualquier contacto con la extrema derecha; para él, sólo existía una “derecha posible”, la liberal y democrática. Al final, logró vencer a Adolfo Suárez, político audaz pero carente de proyecto político más a largo plazo.

La crisis de UCD y la aplastante victoria del PSOE en las elecciones de 1982, convirtió a Fraga y su partido en la única derecha posible. Sin embargo, a esas alturas, el político gallego representaba ya otra época, la del tardofranquismo, y no podía competir con el vanguardismo juvenil representado por el PSOE y Felipe González. En el fondo, su función histórica radicó en facilitar la integración en el nuevo régimen de los sectores conservadores aún reacios a la democracia, lo cual consiguió.

Jefe de la “leal oposición”, optó por una táctica moderada, posibilista y pactista, aunque cometió el error histórico de propugnar la abstención en el referéndum sobre la OTAN. Elección tras elección, fue incapaz de romper su “techo” electoral; y, tras no pocas derrotas, renunció a la jefatura de Alianza Popular en 1986. Aun así, su carisma continuó siendo insustituible para la derecha, dada la falta de tirón de su sucesor. Por ello, su retorno a la escena política salvó al partido de la desaparición. Fue consciente, sin embargo, que su tiempo había pasado, abriendo el paso al liderazgo de José María Aznar. Su dilatada carrera política finalizó al frente de la comunidad autónoma gallega, protagonizando una intensa labor modernizadora, quizás asumiendo en demasía los supuestos del galleguismo.

Génesis del régimen democrático de 1978

En resumen, la vida política de Manuel Fraga fue una sucesión de éxitos parciales y de clamorosos fracasos. Sin duda, su constante fue la apuesta por el reformismo frente a planteamientos rupturistas. En ese sentido, contribuyó eficazmente a la liberalización de la dictadura de Franco, pero fue incapaz de lograr una auténtica democratización de las instituciones, quizá porque era imposible.

No obstante, su actuación liberal y modernizadora le dotó de un capital  simbólico y político que luego pudo explotar en el período democrático- liberal. Fue, sin duda, un obstáculo insalvable para la consolidación de un partido de extrema derecha en nuestro país. Y, a pesar de todos sus fracasos, logró integrar al conjunto de la derecha en las instituciones del nuevo sistema político.

Sin su figura, liberal y autoritaria a un tiempo, esa integración, si no imposible, sí hubiera sido más tardía y problemática. Fraga forma parte ineludible no sólo de la historia del conservadurismo español, sino de la génesis del régimen político de 1978. La progresiva demonización de su figura es fruto de la crisis que experimenta el sistema político actual. Todo lo contrario si hablamos de las izquierdas, que divinizan –e incluso inventan– a sus ancestros, aunque sus trayectorias hayan sido todo menos ejemplares. El legado de Fraga ha sido, y puede seguir siendo, fecundo, si se sabe reivindicarlo con la suficiente perspectiva histórica. Pero a esta conclusión no debe llegarse con la embobada beatería tan al uso, sino la ayuda de ese soberano principio vital de la inteligencia que es el espíritu crítico.

  • Pedro Carlos González Cuevas es profesor titular de Historia de las Ideas Políticas y de Historia del Pensamiento Español en la UNED.

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