Una llamada telefónica del Rey

La llamada telefónica del Rey a Carlos Lesmes, Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, lamentando no haber podido presidir en Barcelona, como cada año, el solemne acto de entrega de despachos a los integrantes de la última promoción judicial, ha sido ocasión, coartada, excusa y/o pretexto -seguramente todo ello- desde el Gobierno y sus aliados mediáticos, para desencadenar una auténtica caza de brujas contra Felipe VI como Rey, y contra la Monarquía constitucional como institución.
El asunto es lo suficientemente serio para no calificarlo como un mero «calentón» o desahogo de un Gobierno radical e inexperto. Sus protagonistas han sido nada menos que el Vicepresidente Segundo y los ministros de Justicia y de Consumo, con el estrambote final de la Vicepresidenta Primera Carmen Calvo expresando que, «haber asistido al acto, hubiera significado la ruptura de la neutralidad política por parte del Rey».
Por una lado, este hecho debe interpretarse en el marco de la sedicente campaña contra la Corona por parte de Podemos, que no oculta que «está trabajando para una futura Tercera República». También de la anterior intervención de Sánchez hablando de las «inquietantes y perturbadoras informaciones relativas al Rey emérito», que no ayudaron a encauzar adecuadamente la cuestión y acabaron precipitando su actual «exilio voluntario», con evidente daño reputacional para la institución.
Por otro lado, es evidente que el veto a la presencia del Rey en ese acto judicial, es indisociable del hecho de que se celebraba precisamente en la Ciudad Condal, cuya alcaldesa Inmaculada Colau se afana en una continua campaña de ataque a la Monarquía, mientras le atiza el fuego su mano derecha Asens como presidente del grupo parlamentario de Podemos en el Congreso. Por si fuera poco, todo ello coincidiendo con la negociación del Gobierno de un acuerdo presupuestario con el «bloque político de la moción de censura», que se desea convertir en un pacto de gobernabilidad para toda la legislatura, permanente reivindicación de Iglesias para garantizar la estabilidad gubernamental.
En ese contexto alcanzan pleno sentido los graves ataques vertidos contra el Rey acusándole nada menos que de «maniobrar contra el Gobierno e incumplir la Constitución»; incriminación gravísima en cualquier circunstancia, y más cuando ha sido efectuada por un ministro comunista, aunque sea el titular del ministerio «Consumista», que a esto dedica su tiempo en las redes sociales, a falta de labores más importantes en la anterior Dirección General elevada de rango para satisfacer la cuota podemita en el Gobierno.
El resultado es que ha incorporado a la agenda política un debate hasta ahora inexistente en la sociedad: el de la «forma de Estado». La operación de acoso y derribo a la Monarquía Parlamentaria, es un intento de demolición del régimen constitucional de 1978, ya que la Corona es la piedra angular de nuestro sistema político. Como cambiar la forma de Estado -de Monarquía a República- es muy difícil de conseguir por la vía de la reforma constitucional, tratan de obtenerla por vías «indirectas». Al servicio de este objetivo también está el proyecto de imponer por ley un relato «democrático» de la Historia, que afecta a la misma Transición. Un objetivo político lógico, si reconocemos quiénes son los aliados del susodicho «bloque político de la moción» tan del gusto del Vicepresidente Iglesias: Podemos, ERC, Bildu, Errejón, BNG… con el PSOE de Sánchez a la cabeza, que le permite disponer de mayoría absoluta para dejar a España al final de la legislatura de tal forma que —esta vez, sí—, no la va a reconocer «ni la madre que la parió».
Nuestras experiencias republicanas han estado situadas entre la opereta de la Primera, y la terrible tragedia de la Segunda. Dice el refrán que «no hay dos sin tres». El advenimiento de la Tercera -plurinacional y bolivariana-, significaría el fin de la Nación, objetivo perseguido por podemitas y separatistas catalanes.
Descubiertas las cartas por una llamada telefónica del Jefe del Estado, obligado al parecer no sólo a permanecer confinado, sino también mudo, es llegado el momento de adoptar estrategias políticas que estén a la altura de lo que la gravedad del momento exige. No nos veamos obligados a repetir el tardío lamento Orteguiano: «No es esto, no es esto».
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