Leonardo da Vinci y el Premio Planeta

Premio Planeta

Éste no es un país para viejos, como decía el otro, sino para gente de profunda cultura. O, mejor dicho, para los que presumen de tenerla sin haber abierto un libro desde la EGB. En una nación donde los índices de lectura se desploman como un castillo de naipes mojado, y donde la pobreza léxica se ha convertido en una pandemia silenciosa, no puede sorprendernos que un futbolista sea elevado al rango de genio renacentista por el mero juicio sentimental de su cónyuge.

Vivimos tiempos extraños, casi manieristas, en los que confundir talento con exposición mediática es el pan de cada día. Si Leonardo da Vinci levantara la cabeza, no sabría si diseñar un nuevo helicóptero o un filtro de Instagram. Aquí, el mérito se mide en seguidores y el ingenio se contabiliza en reproducciones. La sintaxis agoniza, los adjetivos se prostituyen y, entre tanto, algún ministro –no diremos nombres para evitar sobresaltos en el BOE– consigue que las frases chirríen como un coche viejo cuesta arriba.

Y mientras tanto, la cultura se ha vuelto un concurso de popularidad. Por eso no extrañaría que nuestro nuevo hombre del Renacimiento —futbolista de día, cantante de tarde y pintor de stories— se postule al próximo Premio Planeta. Total, la trayectoria reciente del galardón invita a pensar que la literatura ya no exige retiro, ni desvelo, ni musa, sino simplemente un poco de notoriedad, una sonrisa de photocall y la promesa de alguna frase viral que ilumine las redes durante media hora.

El Renacimiento, aquel tiempo en que el conocimiento se conquistaba a golpe de talento y curiosidad, ha sido sustituido por una época donde la genialidad se mide en clics y donde el único fresco que se contempla es el del filtro valencia en Instagram. Si Da Vinci viviera hoy, probablemente no pintaría La Gioconda, sino que firmaría camisetas, compondría un reguetón filosófico y promocionaría su libro en la gala del Planeta con un eslogan del tipo: «Yo no pinto, inspiro».

Lo más irónico es que, quizás, ganaría. Porque en esta España que confunde el eco con la voz, el ruido con el verbo, y la fama con la obra, lo verdaderamente renacentista es atreverse a ser superficial con convicción.

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