Los lazos invisibles

Los lazos invisibles

La tuitera Elsa Artadi ha respondido a la orden de la Junta Electoral Central de retirar los lazos amarillos de los edificios públicos ante las próximas elecciones generales, con una cita de Ana Frank, lo que demuestra que su desfachatez no tiene suelo. Bastaría con recordarle que los partidos europeos que más se han significado en el apoyo a Puigdemont flirtean con la xenofobia, empezando por el Vlaams Belang, referente de la ultraderecha flamenca y siguiendo por la Liga Norte, sin olvidar a Alternativa para Alemania ni a la Nueva Alianza Flamenca de Theo Francken, habitual en los homenajes a Bob Maes, orgulloso colaboracionista nazi –fue miembro de la Juventud Nacional Socialista de Flandes– y fundador en los años 50 de la milicia ultraderechista Vlaamse Militanten Organisatie, ya disuelta. El ministro consejero de la Embajada israelí en España, Assaf Moran, ha calificado de «vergonzosa» la comparación de Artadi, si bien esa categoría, ya digo, queda fuera del perímetro moral de la consejera de Presidencia.

Abyección y cursilería al margen –no es raro que vayan de la mano–, las palabras de Artadi, que en su extravío ha llegado a decir que España prohíbe los colores en Cataluña –no se ha atrevido a lamentar que la JEC condene a los catalanes a una existencia en blanco y negro, pero todo se andará–; su declaración, decía, evidencia también hasta qué punto el nacionalismo ha interiorizado que las instituciones son de su propiedad. La lazificación de las sedes gubernamentales tan sólo añade aparatosidad a una práctica habitual en Cataluña, una comunidad donde, no lo olvidemos, un presidente de la Generalitat llegó a decirle a un adversario –al único real, de hecho– cuán permisivos eran ‘ellos’, que le autorizaban a hablar castellano en TV3, y donde el Gran Timonel hizo bandera de la permanente identificación entre Cataluña y él mismo. Donde las sedes de las consejerías, en fin, siguen haciendo ostentación de toda clase de simbología procesista y nada, ni siquiera el 155, ha logrado impedirlo.

Así lo ha propiciado un inercia de casi 40 años de gobiernos nacionalistas, un periodo en que la normalización del catalán corrió pareja a la del credo de sus normalizadores, al punto que lo anómalo fue que en un edificio oficial no hubiera algún tipo de excrecencia ideológica, ya fuera en forma de cartel, adhesivo o díptico. Se trataba de que el común de los ciudadanos se enterara de quién era el dueño de la finca, que notara el aliento del poder. Tal vez la escuela ha sido el medio en que la coerción se ha manifestado de forma más grosera, pero no ha sido el único: todos los ámbitos y niveles de la Administración se han caracterizado por una especie de electrificación que le hacía saber al usuario que aquello que pisaba era algo más que una oficina de atención al ciudadano, algo más que una dirección general, algo más que una delegación.

El PSOE, que ya en noviembre tumbó en el Congreso la proposición de ley sobre símbolos que plantearon Ciudadanos y el PP, no ha tenido más remedio que reclamar, sin apenas alharacas, que se cumpla la resolución de la Junta Electoral, instada por Ciudadanos. Una atonía que vuelve a poner de manifiesto que Sánchez no tiene ningunas ganas de incomodar a quienes considera sus aliados naturales. Y que demuestra que la decisión de Rivera de no pactar con él no carece de fundamento.

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