Izquierda radical y política de fe

Izquierda radical y política de fe

“Todo se engendra por discordia”, reza un milenario fragmento de Heráclito. Hegel radicalizó ese postulado al sostener que tanto el pensamiento como la realidad marchan dialécticamente, es decir, superando enfrentamientos y antítesis. Pero aunque no se acepte las metafísicas que elevan la guerra a categoría suprema, es preciso admitir que en el modesto nivel sociológico el dato experimental de que donde hay convivencia existe el conflicto.

Cuando se pone en comunicación a dos individuos o a dos grupos pronto se pone de manifiesto pretensiones contrapuestas e intereses incompatibles. De ahí que el conflicto sea connatural a la vida intelectual y social. Por mi parte, siempre he sido partidario del pluralismo agónico. Tal es mi máxima en el debate intelectual: siempre hay que contestar. Se trata no sólo una exigencia político e intelectual, sino moral.

El señor Salvador López Arnal ha tenido la deferencia de contestar, en la revista Rebelión, a mi artículo sobre Manuel Sacristán Luzón, publicada en OKDIARIO. Sin embargo, dado el contenido de su respuesta, mucho me temo que no ha entendido lo que yo pretendía probar, sobre todo en referencia a su maestro. El señor López Arnal pretende abrumarme con la bibliografía dedicada a Sacristán. Vano intento. Conozco la mayoría de los textos. Debido a ello, he de reprocharle que en la lista aparezca el inefable Gregorio Morán, un mero foliculario con ínfulas de erudición, a quien, al menos en mi opinión, no debería tomarse demasiado en serio. Hace tiempo que perdí el respeto intelectual al señor Morán, cuando leí su libro El maestro en el erial, en cuyas páginas no sólo muestra su absoluta ignorancia en temas filosóficos, sino que incurre en errores históricos de bulto.

Volvamos a Manuel Sacristán. No me parece acertado lo que el señor López Arnal afirma sobre su valoración de la figura de Ulrike Meinhof. Sacristán presenta a la activista alemana como una víctima de la República Federal, a la que acusa de estar presa de tendencias autoritarias y “neofascistas”. Y es que para el filósofo incluso un periódico como Diario 16 era la representación de la “nueva extrema derecha”. Su crítica del eurocomunismo era consecuente con su marxismo revolucionario, pero reflejaba igualmente la ausencia, desde su perspectiva, de alternativas concretas y factibles. Por otra parte, el contenido de su obra resulta ya un tanto anacrónica. La problemática planteada por el feminismo brilla por su ausencia; tampoco aparece el tema de la revolución sexual. No se lo reprocho, porque no soy un feminista radical. Sin embargo, hay que reconocer que sus posturas fueron excesivamente rígidas, incluso tradicionales. Desde una perspectiva feminista, hubieran sido calificadas de patriarcalistas. Más significativa es la ausencia en su otra de una reflexión sobre el tema nacional español, o un análisis marxista del catalanismo o del nacionalismo vasco.

Por supuesto, Sacristán no fue ni de lejos un seguidor de Georg Lukács, aunque tradujera algunas de sus obras al español. Tanto a él como a Gramsci, Sacristán les reprochó su escepticismo hacia las ciencias positivas. Cuando hago referencia a Sacristán en paralelo a Lukács o a Naphta, el personaje de La montaña mágica de Thomas Mann, en modo alguno me refiero al campo filosófico. Se trata de su actitud social y política, incluso personal. Tanto Lukács como Sacristán fueron hombres de una “fe” profunda, una “fe” sin duda secular e inmanente, pero “fe”, al fin y al cabo.

Por eso, creo que uno de los textos que mejor caracterizan la actitud de cualquier marxista revolucionario, sea filósofo o no, es La misión moral del Partido Comunista, uno de los escritos fundamentales del joven Lukács, donde fundamenta su adhesión al marxismo en una “fe”, “que nunca puede ser conmovida ni por la lentitud en su realización, ni por las circunstancias a menudo más que adversas a las que debe enfrentarse; el verdadero revolucionario asume esto, y nunca permite que todas estas perturbaciones y obstáculos le hagan perder de vista su meta y los indicios de su aproximación”.

No fue el filósofo húngaro el único que sostener semejante tesis. Otros intelectuales y políticos comunistas, como Antonio Gramsci, Palmiro Togliatti o Michael Löwy, han sostenido idénticas posiciones. Bajo sus posiciones pretendidamente científicas, positivas o empíricas, late en la obra de Sacristán una profunda fe en la utopía, basada en una especie de hipermoral. Todo lo cual concluía, como hubiese dicho Michael Oaskeshott, en una política de fe, cuyo objetivo último sería el logro de la perfección social, frente a una política de escepticismo, basada en el equilibrio de poderes y en la autonomía de la sociedad civil. La política de fe, en los países comunistas, condujo al quebrantamiento de los principios éticos más elementales de la vida en sociedad y, además, en muchos casos con la conciencia tranquila. A partir de ahí es muy fácil, como hace Almudena Grandes, negar que el PCE fuese un movimiento totalitario; a López Arnal negar el genocidio eclesiástico durante la guerra civil; a Losurdo hacer una apología de Stalin; a Zizek exaltar a Lenin, Robespierre o Saint-Just; a Badiou glorificar a Mao Tse Tung; a Fernández Buey, hacer lo mismo con Savonarola o el Che Guevara. Y es que, para el revolucionario, los conservadores no son más que una materia inerte, gente inmoral y obcecada, a la que, llegado el caso, como ha dicho Peter Sloterdijk, se puede masacrar. No otra cosa persigue el concepto marxista de “clase social”. Tal es el problema que suscita la izquierda radical o “looney left”, cuya “fe” apenas ha sido conmovida, a lo que se ve, por el desastre de los sistemas de socialismo real. Todo lo demás es retórica.

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