El hombre que hizo Erasmus

El hombre que hizo Erasmus

En los próximos días, miles, cientos de miles de jóvenes en toda España deberían guardar una oración por el hombre que hizo posible que aprender idiomas y viajar se pudiera conjugar en un solo concepto: Erasmus. Porque miles, cientos de miles de aventureros llevamos saliendo desde hace más de tres décadas de nuestro entorno confortable para conocer qué hay más allá de la periferia que nos enseñaron los mapas de geografía. Supimos que la tolerancia empezaba por rebelarse ante tu pereza y tus prejuicios. Viajar como remedio a la mediocridad del que desconoce la alteridad, la visión del otro. El petate de los erasmus es hoy, quizá, el mejor invento de la Unión Europea. Quien esto escribe observó, allá por 2003, que el proceso de integración europea empezaba en los bares de una ciudad, donde multitud de lenguas se encontraban entre cariños mutuos y alcohol barato. El himno de la alegría sonaba antes de medianoche mientras cada uno presumíamos de nación, grande o pequeña, con historia o sin ella, y competíamos con los demás sobre qué país tenía a los mejores pensadores, artistas o deportistas. Así, noche tras noche, hasta que la beca empezara a consumirse. La Europa reciente no se hizo en despachos, sino en tugurios.

Aquello fue posible porque en 1985 el trabajo estajanovista de un hombre culminó en el Acta de Adhesión de España a las Comunidades Europeas, que permitía nuestra integración como país miembro de una Unión Europea en ciernes sin la que hoy casi nada se entiende. Por aquellos pasillos de Bruselas, en aquellos ochenta de OTAN de entrada no pero sí, recorrió con paso funcionarial y firme este ingenioso hidalgo de Ciudad Real llamado Manuel Marín. Con su barba perfilada y quijotesca, de mirada achinada y rostro sereno, con ese pedigrí robusto que sólo te da el haber nacido en La Mancha, Marín fue socialdemócrata antes que socialista, en esa tercera vía adelantada que al PSOE le ha costado años asumir. Un hombre capaz de debatir sin cambiar la expresión de su cara, que no encajaría en estas tertulias de sifón y aceituna que ahora se destilan en las barras de la audiencia. Alguien en quien cabe esa expresión de cuando usted termine de gritar, empiezo yo a hablar, como epílogo de una moderada forma de sentir la política y su comunicación.

Recuerdo una conferencia suya en la Residencia de Estudiantes de la Carlos III, cuando era ya presidente del Congreso. Aquella tarde le teloneaba Peces-Barba, quien nos abroncó a los imberbes allí presentes por no levantarnos cuando hizo entrada en el Salón de Actos. ¡Que es la tercera autoridad del Estado, por Dios! Exclamó Don Gregorio, al que su cabeza encorvada le retrataba como un sucedáneo de Gárgamel constitucional. Eso animó al personal, que escuchó con más atención la exquisita conferencia de Marín, de léxico sencillo y directo, de reflexión adusta y profunda. Fue la última conferencia que pude verle en directo. Era junto a Borrell, de esa estirpe de socialistas que el socialismo necesita. Pedro Sánchez, mientras medita el regreso al marxismo, podría fijarse en la trayectoria y pensamiento de este encendido europeísta cuya llama acaba de apagarse.

Francia tuvo a Schuman y Monnet. Italia a De Gasperi, Alemania a Adenauer, Bélgica a Paul-Henri Spaak. Y España a Manuel Marín. Porque, aunque no fue padre fundador de Europa, sí fue hacedor de que España sea Europa. Aún recuerdo el primer brindis que hice la noche que llegué a Verona, sin saber por qué existía esa beca que me acaban de conceder, sin saber por qué “hacíamos más Europa” con ella. Sin saber el nombre de quien lo hizo posible. Ahora, aquel brindis con vino italiano tiene todo el sentido del mundo.

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