Hacienda, Abogacía y Fiscalía, a la altura del betún

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Jaume Matas en primera fila y la infanta Cristina oculta en el último lugar de los acusados. (Foto: EFE)

El comportamiento de las tres magistradas que juzgarán el caso Urdangarin sólo merece un calificativo: heroico. Nunca nadie sabrá a ciencia cierta el calibre de las presiones brutales que han tenido que soportar por tierra, mar y aire, desde arriba, abajo y en medio, Samantha (Romero), Eleonor (Moyá) y Rocío (Martín), las tres mujeres justas que han de determinar si Cristina de Borbón es culpable o no de los dos delitos fiscales que en calidad de cooperadora perpetró desde la sociedad (Aizoon) que comparte con su amantísimo marido. En resumidas cuentas, si ha de ir ocho años a prisión, como solicita el sindicato Manos Limpias, o si por el contrario ha de ser absuelta como reclaman sus defensas, desde Jesús Silva hasta Miquel Roca pasando por la Agencia Tributaria, la Abogacía del Estado y la Fiscalía. Esto último no es un error, lo apostillo porque nunca una justiciable estuvo más y mejor defendida.

Tanto la de más acá, como la de más allá, como la de en medio, han sido sibilinamente “invitadas a reflexionar” en las últimas semanas con un estilo que ni el mismísimo Vito Corleone superaría cuando pronunció la mítica frase ante un tembloroso pobre hombre: “Le voy a hacer una oferta que no podrá rechazar”. Ellas han sido más valientes que el interlocutor de El Padrino. El tribunal sentenciador ha pasado de sugerencias sicilianas, de advertencias mallorquinas (más sutiles aún) y de esos razonamientos pragmáticos que siempre conlleva la éticamente repugnante realpolitik. Las tres son conscientes de que lo que decía el Guerra para los políticos, «el que se mueve, no sale en la foto», es igualmente aplicable a los jueces. Más que nada, porque son los poderes constituidos los que deciden si subes o te quedas, cómo y dónde estás, si te sancionan o te perdonan la vida y cualquier cambio geográfico. Conclusión: lo mejor es no tocar los pelendengues al poder establecido y no digamos ya a ese Estado simbolizado en la persona del mismísimo Rey. Tanto más mérito tiene el auto conocido este viernes por cuanto saben que de aquí en adelante pueden estar señaladas como «bultos sospechosos» a los ojos de un Sistema en el que no es oro todo lo que reluce. Yo tenía claro el sentir de una de las magistradas, Rocío Martín. Básicamente, porque todo el entorno de su padre (el ex dirigente de Izquierda Unida de Calviá Anselmo Martín) coincide al 100% en que se trata de una persona «intachable y recta desde todos los puntos de vista». Pero tenía dudas de sus compañeras, más por desconocimiento (las tres llevan en la Audiencia poco tiempo) que otra cosa.

Ellas callarán y se llevarán a la tumba las que les han intentado liar para salvar al único contribuyente conocido al que esa Agencia Tributaria que «no somos todos» (abogada del Estado dixit) admitió facturas falsas para no incurrir en delito fiscal. Al igual que el secretario general de Manos Limpias tampoco le contará ni a su sombra cómo algún mangante de marca mayor intentó comprar el adiós de Manos Limpias a la causa con la promesa cierta, y creíble viniendo de quién venía, de un sinfín de bin ladens, esos billetes de 500 que todo el mundo sabe que existen pero nadie ha visto. Los nunca bien ponderados Miguel Bernad y Virginia López-Negrete (gracias a ellos aquí se va a hacer Justicia) no responden ni de lejos a un de momento relativamente pequeño elenco de letrados que hacen un uso sencillamente asqueroso de una figura fundamental en un estado de Derecho como es la acción popular. Es decir, acusar para luego desacusar tras el trinque correspondiente. Hablo de esos desahogados que más que abogados del diablo son diablos de abogados que emplean la toga para forrarse colándose en procedimientos de índole pública, erigiéndose en adalides de la defensa de la legalidad para luego poner el cazo con retintín: “Si me haces una oferta generosa, yo retiro la acusación”. La primera vez que comprobé en mis propias carnes cómo se las gasta esta gentuza fue allá por 2000, pocos meses después de que Antonio Rubio, Manuel Cerdán y un servidor descubriéramos el caso Gil. El corajudo representante de la acusación popular apareció por allí con la misma espontaneidad con la que desapareció cuando algún alma caritativa dio rienda suelta a su alma de sobrecogedor.

La decisión del trío va mucho más allá de lo que constituye una mera resolución judicial. Aquí estaban en juego muchas cosas: para empezar, algo tan importante como el artículo 125 de la Constitución, que garantiza la acción popular. La Doctrina Botín, escandalosa como cualquier doctrina que se asocie a un nombre y a un hombre, comenzó a hacer trizas una figura jurídica que se concibió para esquivar a una Fiscalía que también por mandato constitucional (cuatro epígrafes antes) depende jerárquicamente del Gobierno y para regatear a unos jueces que son independientes, sí, pero que dependen del poder político para ascender. Ascender… o medrar porque algunos sencillamente medran haciendo la pelota al político de turno o al superior de guardia.

Haber aplicado la ya de por sí escandalosa Doctrina Botín, que sostiene que cuando no se lesionan intereses generales sino particulares la acusación popular no tiene nada que hacer, hubiera supuesto un retroceso de 40 años en el Estado de Derecho. A esos tiempos en los que el jefazo provincial del Movimiento se encargaba de que la Justicia se hiciera la sueca si un amiguete se había metido en problemas. La acción popular sacraliza de alguna manera el derecho a la tutela judicial efectiva tapando los agujeros del sistema. Éste es uno de los fundamentos del tan unánime como aquilatado auto que, en cierta medida, constituyó una sorpresa por cuanto todos daban como hecho cierto un 2-1 a favor de la bananera Doctrina pariendo a su vez una nueva que hubiera llevado otro apellido: Borbón. Bananera como cualquier doctrina jurídica ad hoc. Ni se debió haber inventado nunca la Doctrina Botín ni es de aplicación en este caso salvo que lleguemos a la tercermundista conclusión que expuso la jefa de la Abogacía del Estado en Baleares, la por otra parte brillante Dolores Ripoll: «Lo de que Hacienda somos todos no es más que un eslogan publicitario». Olvidó que la Agencia Tributaria no es su director, Santiago Menéndez, alias Treméndez; tampoco el jefe de Treméndez, Cristóbal Montoro; ni siquiera el jefe del jefe de Treméndez, Mariano Rajoy. El fisco somos los 46 millones de españoles que confiamos parte de nuestro peculio al Estado para que haga y mantenga hospitales y escuelas, para pagar las pensiones, para tener en perfecto orden de revista nuestras carreteras y para abonar esos subsidios de desempleo más necesarios que nunca por desgracia. En definitiva, para mantener ese Estado de Bienestar que es a nivel europeo el 50% del Estado de Bienestar mundial cuando en población no pasamos del 15% del censo del planeta tierra.

A la Sección Primera de la Audiencia de Palma no le quedaba otra. Entre otras razones, porque ya una resolución anterior de sus compañeros de la Segunda dejó bien claro que ni Doctrina Botín ni gaitas. Lo mismo, por cierto, que ha razonado hasta la extenuación y contra viento y marea José Castro para defender la legalidad de una cuasiconspiración puesta en marcha en el Palacio de La Zarzuela para proteger a la hija del Rey emérito. Fue allí, rodeados de ciervos, gamos y millones de encinas, donde en la primavera de 2012 se alumbró la Operación Cortafuegos, inspirada por Don Juan Carlos y el entonces jefe de la Casa del Rey, el black Spottorno, y bendecida por Mariano Rajoy, Alberto Ruiz-Gallardón y el a la sazón fiscal general, Eduardo Torres-Dulce. Aquella tarde noche se apretó el on que puso al servicio de una persona física a las principales instituciones del Estado: la Fiscalía, la Agencia Tributaria y la Abogacía del Estado. Todos dijeron «sí, buana» por la vía de no decir ni mu a unas pretensiones que nos alejaban de cualquier país medianamente serio.

El viernes nos dieron dos noticias: una buena y otra mala. Empecemos por esta última. La mala es que tres puntos neurálgicos del Estado han quedado retratados. A la altura del betún. ¿Con qué cara le va a pedir Hacienda a Juan Español que pase por caja so pena de ser empurado si a Cristina Federica de Borbón y Grecia le han admitido tres facturas falsas para no sobrepasar ese umbral de los 120.000 euros que marca el tránsito del simple fraude al delito fiscal? Ése fue el espíritu de los jubilados que se manifestaron a las puertas de la Audiencia de Palma llamando a la insumisión fiscal. ¿Qué pensará un reo cuando uno de los 400 miembros de ese cuerpo de élite que son los abogados del Estado (aprueba el 10% de los opositores) le culpe hasta de la muerte de Kennedy sabiendo, como sabe, que con la Infanta se pusieron cantosamente de perfil? ¿Y qué rostro se le quedará a un corrupto cuando un fiscal le impute el saqueo de la administración tal o de la administración cual? «¿Y por qué no me hacen a mí un Cristina?», pensará milésimas de segundo antes de concluir que eso de que «todos somos iguales ante la Ley» es matizable y que en esto del Estado de Derecho también hay clases.

La buena noticia es que la Corona sale reforzada de este envite. Un botinazo a la hermanísima hubiera puesto nuevamente en solfa la vigencia de una monarquía que de la mano de Felipe VI y Letizia ha resucitado el esplendor perdido. Y el número de republicanos se hubiera disparado exponencialmente, especialmente entre los más jóvenes, que no entienden que el hecho de nacer en una cuna te otorgue más derechos de partida o que alguien pueda ocupar un cargo sin pasar por las urnas. Vamos, que se le hubiera asestado una puñalada a la Casa Real intentándoles hacer un favor. A más a más, ésta es la enésima prueba del nueve de que tenemos un Rey honrado y escrupulosamente respetuoso con esa Ley que para cualquier servidor público ha de ser el DEBER SUPREMO. Y eso que ahora las magistradas quieren dar la de arena permitiendo que la Infanta (que gracias a la Fiscalía declara la última) sólo tenga que sentarse en el banquillo el mes de febrero y al final del juicio cuando se le dé la oportunidad de formular sus últimas alegaciones. Un privilegio que no es menos cierto que se ha producido en otros casos pero que no deja de darse de bruces con el artículo 785 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que prescribe sin dejar resquicio alguno a la duda que «la celebración del juicio oral requiere preceptivamente la asistencia del acusado y del abogado defensor». Y juicio oral es todo, las declaraciones de los acusados pero también las de los peritos y los testigos.

La gran pregunta es si este desenlace se hubiera producido si continuara reinándonos Juan Carlos I. La respuesta es tan obvia como la que se produce cuando se cuestiona si los niños vienen de París o si los Reyes Magos existen: «No». Lo del viernes fue algo más que un auto judicial. Incluso muchísimo más que un importantísimo auto judicial. La decisión de Samantha, Eleonor y Rocío quizá pudo representar un pequeño paso atrás para sus carreras. O no, porque al final el prestigio, la ética y el trabajo bien hecho dan sus frutos por mucho que los paniaguados de turno te intenten zancadillear. Pero de lo que no hay duda es de que España ya no será igual. Será bastante mejor. El viernes dimos el primero de los grandes saltos adelante que precisamos para situarnos en la primera división de las democracias occidentales. Y ahora a quien la Diosa Justicia se la dé, que San Pedro se la bendiga.

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