El gusto gubernamental por las prohibiciones

El gusto gubernamental por las prohibiciones

El Gobierno español es el que peor ha gestionado la doble crisis -sanitaria y económica- derivada del coronavirus, como muestran todos los datos, tanto sanitarios como económicos. El otro día decía que nos encontramos ante un gobierno irresponsable e incompetente, y los datos así lo atestiguan, tanto por no haber sabido frenar la expansión de los contagios a tiempo, como por hacer que primasen intereses políticos como los de la manifestación del ocho de marzo, por desasistir a las residencias de ancianos, por restringir duramente libertades esenciales y por cerrar la economía, que está hundiendo a muchas empresas y familias, al dejarlas sin su forma de vida.

Esas restricciones comenzaron con un duro estado de alarma que encerraba a las personas, suspendiendo su derecho a la libre circulación y reunión y cerrando gran parte de la actividad productiva española. Se cerraron, por ejemplo, los centros escolares y universitarios y se establecieron controles férreos para comprobar la justificación de los desplazamientos. Al poco tiempo, algo antes de Semana Santa, se cerraron todas las actividades que el Gobierno consideró como no esenciales, con una paralización completa de la actividad económica.

Aparecían colas en las puertas de los supermercados, los cuales no contaban con algunos de sus productos derivado de la histeria que se instaló en la población a raíz de la gestión pésima del Gobierno, que no daba seguridad a los ciudadanos. Cuando pasaron semanas, el Ejecutivo, como si nos hiciese un regalo, nos dejó salir un rato a pasear o a hacer deporte, con limitaciones horarias y de distancia a recorrer. Posteriormente, estableció un calendario de fases de reapertura que nos llevaba hacia una situación que el presidente Sánchez calificaba de “nueva normalidad”, que no era otra cosa que la anormalidad más absoluta, pues muchas restricciones no desaparecían, anormalidad en la que seguimos instalados.

Entonces, tras estar meses negando la necesidad de emplear mascarilla, se obligó a la población a utilizarla en determinados momentos. Posteriormente, las CCAA dictaminaron su obligatoriedad en todo momento, aunque la distancia social se cumpliese. Junto a ello, la prohibición de fumar en terrazas o en la calle -hasta el absurdo de no dejar fumar a un matrimonio si están solas en una misma mesa de una terraza, cuando son personas que están conviviendo-, el cierre de todo el ocio nocturno o la obligación a bares y restaurantes de cerrar a la una de la madrugada, sin poder admitir clientes a partir de medianoche, son otras de las muchas restricciones impuestas, que además de coartar nuestra libertad, causan un perjuicio económico profundo. Hasta registros selectivos por regiones se han implantado a la hora de visitar otros lugares de España, dentro de este carrusel de intervencionismo.

Todo se envuelve en una justificación de protección paternalista de las administraciones ante la pandemia, pero lo que subyace es un gusto gubernamental por intervenir en la vida de los ciudadanos, por establecer una serie de restricciones en sus vidas. En definitiva, se esconde debajo un gusto gubernamental por prohibir, porque quienes nos gobiernan, incluso en muchas ocasiones quienes defienden posturas liberal-conservadoras, tienen una cierta tendencia a querer decirnos qué hemos de hacer en cada momento, bajo el supuesto de que los ciudadanos no saben ni qué quieren ni conducirse por la vida y que es el Estado el que sabe mejor que ellos qué les conviene. Dicho supuesto es falso, pero empleado hasta la saciedad por los poderes públicos en múltiples ocasiones. Esperanza Aguirre dijo en una ocasión que los intervencionistas iban a terminar queriendo saber hasta lo que hacemos en nuestro dormitorio. Al paso que vamos, va a terminar siendo así.

Por ello, siendo graves todas las restricciones que se han tomado y las que todavía persisten o se incorporan, lo peor es pensar que cuando desaparezca la emergencia sanitaria a buen seguro que intentarán que algunas prohibiciones actuales, que deberían ser excepcionales -y, mejor aún, que no deberían haber sido impuestas nunca-, se mantengan. Ojalá me equivoque, pero la tentación intervencionista sobre la vida de los ciudadanos de las administraciones y de los políticos y burócratas que las gestionan es tan fuerte que parece difícil que con alguna excusa no traten de mantener ciertas restricciones, como la de fumar, por ejemplo.

En lugar de aplicar restricciones que son más de cara a la galería y la propaganda que realmente eficientes, las administraciones deberían tratar de hacer que el terreno fuese el más adecuado para recuperar completamente la actividad económica y el empleo y devolvernos toda nuestra libertad, pero el principal responsable de esta triste situación, que no es otro que el Gobierno de la nación, no parece que esté por la labor, pues el intervencionismo está impregnado en su acción de Gobierno, al tiempo que desiste de sus obligaciones, provocando una descoordinación y caos regional en cuanto a las normativas existentes, que llegan a competir entre ellas en los niveles de restricción de nuestras libertades.

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