De fornicios y condones
No puedo evitarlo, Gabriel Rufián me hace gracia. Sé que la campaña electoral ya se ha acabado y que el parlamentarismo reclama la promoción de leyes y no salir en el telediario. Pero, al menos ahora, las sesiones de control han dejado de ser un tostón y nos podemos tronchar con él y con sus ocurrencias. La última a cuenta de su ‘rap del condón’ con el que el pícaro Gabriel, en su papel más estelar con la coartada del Día Mundial del Sida, consiguió llevarse todas las fotos y comentarios de la sesión de control al Gobierno. Con verbo pausado y casi rapeando buscó provocar a Rajoy a cuenta del uso del preservativo para prevenir enfermedades, exigiendo que el IVA no fuese el mismo para el látex que para una “suite de hotel”. Vamos, que vino a decirnos que los españoles están dispuestos a fornicar en un coche solo si es seguro.
No voy a ser yo quien se burle de su rap, más cuando pienso que tiene razón. El condón lo han usado los potentados desde tiempo inmemorial para evitar enfermedades de transmisión sexual: los egipcios usaban intestinos de animales y en la Edad Media se encajaban en fundas de lino. Sin suites de hotel, el propósito anticonceptivo importaba poco hasta que un comerciante de productos de peluquería londinense convirtió la habitación trasera de un estanco en la London Rubber Company y registró la marca Durex. Desde entonces nada ha sido lo mismo: primero los lubricaron, luego los popularizaron y finalmente los recubrieron de sabores. Ya no solo servían para evitar enfermedades ni embarazos no deseados, sino que se podía disfrutar de ellos para horror de la Iglesia y grandeza de rufianes que, en un alarde de apellido, niegan el ayuntamiento sin profilaxis.
Y es que el rufián, como figura cómica estereotipada, es un arquetipo de la literatura española de todo el Siglo de Oro que nos permite sumergirnos en los bajos fondos de las ciudades, donde concertadores de citas, chulos, tahúres, pillos y trileros son personajes habituales en las ‘Novelas ejemplares’ de Cervantes o en ‘La vida del Buscón’ de Quevedo. Y nada parece que haya cambiado siglos después. Si Sevilla fue la ciudad más atractiva de los siglos XVI y XVII, donde nadie se avergonzaba por robar, sino por robar poco —Cervantes— hoy lo es el Parlamento Español, donde Rufián es escriba de las correrías que allí se suceden. Fuimos una patria de pícaros y malandrines que se agrupaban en sus propias cofradías de ladrones donde todo estaba permitido y donde convivían en paz jugadores, chulos y rameras con funcionarios corruptos que ayudaban a desvalijar a los indianos ricos. Ahora, es Gabriel Rufián quien da voz a esos maravillosos personajes que trasuntan toda nuestra literatura. Y no lo puedo evitar, no dejo de imaginármelo con un condón encasquetado en la cabeza y me acuerdo de mi infancia, jugando con pitufos.
Pero no soy el único. Me han contado que en Andorra, país de bazares, bancos y farmacias donde los españoles se concentran para comprar, esconder su dinero y, sobre todo, para surtirse de pastillitas azules, a los condones ahora se les llaman “rufianes”. Pero parece que allí nadie los compra aunque sean más baratos. Lo que me hace pensar que los españoles que adquieren Viagra no quieren preservativos porque necesitan “ayuda” para yacer con sus mujeres, que no con sus amantes, para las que reservan la profilaxis y las suites de hotel. Por eso en la semana que Alfonso Guerra ha cargado contra los populismos y nacionalismos que “legitiman rufianes”, reclamo al Gobierno que también baje los impuestos del Viagra y los hoteles. Así todos contentos, salvo los andorranos.