La fiesta del tirano

La fiesta del tirano

Era el 5 de marzo de 2013. Las 16.38 horas de una tarde calurosa en Caracas. Yo estaba a punto de intervenir en uno de los programas más vistos por los venezolanos, perteneciente al único canal que el Gobierno aún no había expropiado o controlaba, Globovisión. Hoy, a todos los ciudadanos de aquel país les obligan a consumir oficialismo y tiranía por doquier. El presentador, diplomático y embajador de Venezuela en otros tiempos, Julio César Pineda, quería saber algo más acerca de la comunicación política. Cuando apenas llevábamos unos minutos de entrevista, cortó la transmisión para dar paso al por entonces vicepresidente Nicolás Maduro que anunció, entre sollozos revolucionarios, la muerte oficial —la real se produjo meses antes— de Hugo Chávez. De inmediato, un país dividido por la opresión y la censura, por el culto al líder y la superchería, se lanzó a las calles mientras el mundo se preguntaba qué pasaría al día siguiente. Y lo que pasó fue lo de siempre: nada. O peor, lo mismo. Como ya está sucediendo y sucederá en Cuba desde el minuto siguiente a la muerte del dictador comandante. Bastó con escuchar a Raúl Castro legitimando la continuidad de una revolución que desprecia hasta su propio concepto original. Aquel día en Caracas viví en mis carnes cómo el miedo a la apertura es mayor que la ausencia de libertad.

Porque, para la hiprogresía mediática, que no deja de advertirnos en maitines y reportajes dominicales del peligro que los populismos de derecha tienen para la democracia moderna, la muerte de Castro sirve para abrir el cajón de loas pendientes. Mientras enjuagan su pluma en tinta de calamar, esos tribunos alaban la figura histórica del carcelero de La Habana, un hombre de verbo fácil y gatillo presto, que llegó al poder —por las armas— de la segunda economía de América y se despide del mundo dejando —sin alma— a su patria, como la segunda economía más mísera del continente. El comunismo nunca ha resistido el avance del tiempo, sólo la nostalgia de lo que todos dicen que dicta la letra utópica de sus creadores. La honra de un tirano es disfrutar de la pompa con la que festejan su huida de este mundo. La muerte celebrada, epítome de medio siglo de palabras encadenadas, acaba por dotar a la humanidad de la miseria que le presupone, como si fuera un retrato hobbesiano que aparece con cada luto de estado. Lo peor de que muera un dictador no es la paz que deja, sino el recuerdo que le acompaña, alimentado desde el día siguiente por hordas de seguidores haciendo cola. No aprendimos de aquella mitomanía del horror que fue el siglo XX y su relato fotografiado.

La continuidad es requisito sine qua non de toda dictadura, sobre todo si es de izquierdas. Lo atado y bien atado necesita de cómplices dentro y fuera de la muralla. Pero ya sabemos que para la hiprogresía patria y mundial, existen tiranías y revoluciones. Murió Chávez y en Venezuela la cosa sigue igual o peor, enquistada la metástasis que gangrena la libertad y esperanza del pueblo. Se despidió de Corea del Norte Kim Jong-il y su hijo tomó el testigo de su locura encerrada. Se fue hace décadas Mao Zedong y en China, la dictadura, hoy, convive con un capitalismo de Estado seleccionado. Pero la podredumbre moral de Occidente, bañado en parte por la náusea de intelectuales y profesores de pupitre contaminado, aupado por artistas de subvenciones generosas y compromiso fetén, homenajea sin descanso la memoria de quienes combatieron el capitalismo como mejor hace cierta izquierda: disfrutándolo. Las riquezas de los sátrapas comunistas es proporcional a la libertad enjaulada que reina en sus países.

Cuba se prepara para recibir en los próximos días, semanas, meses, y tal vez años, a millones de enfervorecidos admiradores a distancia, que glorifican a Castro desde el brasero y la sopa caliente. Burgueses de todo a cien. Comunistas de compra-venta. Debemos aceptarlo. La humanidad es así. Nunca será buena o mala. Sólo convenida. Está en el origen de la especie. Saquen el ron mientras escuchan a Orishas, que en la cárcel y en el fondo del mar aún habrá quien grite ¡resistencia!

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