Apuntes Incorrectos

La falacia de la desigualdad y del Estado de Bienestar

Estado del Bienestar

Hasta el liberal más feroz es piadoso, alberga buenos sentimientos y tiene un espíritu animoso que le lleva a confiar en el género humano. Con esto quiero decir que los liberales siempre han sido partidarios de que el Estado, y más aún si hablamos del de uno de los países ricos, debe hacer lo posible para no dejar en la estacada a aquellos que por incapacidad manifiesta o mala fortuna no pueden ganarse la vida por sí mismos.

Por suerte, y dado que el género humano es por naturaleza fértil, estos son los menos, pero la izquierda lleva décadas engordando artificialmente las aparentes huestes famélicas y ha logrado instalar en la opinión pública de modo granítico la idea de que la desigualdad ha alcanzado cotas lacerantes en el mundo y particularmente en España. Ningún estudio serio ha acreditado este prejuicio ideológico concebido para ejercer el activismo político en busca de rédito electoral, sino más bien ha dado pábulo científico a lo contrario: jamás el nivel de pobreza relativo ha sido tan bajo en la humanidad, lo cual es compatible con una acumulación de riqueza en pocas manos muy notable. La globalización y la expansión del comercio y de la inversión internacional sin trabas es la causa que explica el avance de los países más pobres, mientras la espectacular revolución tecnológica es la causa del enriquecimiento de los directivos y de los empleados formados en los nuevos modos de producción de unos bienes y servicios más demandados y apreciados que nunca.

En España, los estudios demuestran que las variaciones de la desigualdad a lo largo del tiempo son prácticamente despreciables y que tienen que ver con la evolución del empleo en un país que tiene una de las tasas de paro más elevadas del continente, moviéndose al alza o a la baja en función de la coyuntura económica. Estos hechos probados no han impedido, sin embargo, que algunos intelectuales de izquierdas hayan declarado que el nivel al que ha llegado la desigualdad, que solo es una ficción de la retórica progre sin contraste empírico alguno, «pone en peligro la democracia» y que hay que corregir esta enfermedad a toda costa. Modestamente, me pregunto qué es lo que habría que corregir: ¿la desigualdad o la envidia, ese vicio nacional por antonomasia que tanto le gusta atizar a la izquierda?

Otros países no lo padecen, por fortuna. En Estados Unidos la desigualdad se tolera popularmente y los americanos no se pasan el día quejándose de la fortuna de Bill Gates. Pero en España muchos ciudadanos al parecer con demasiado tiempo libre pierden su energía criticando la compra de Twitter por el empresario Elon Musk e imaginando los destinos más humanitarios y bondadosos posibles a los que podrían haberse dedicado los 41.000 millones que ha costado la transacción, ajenos a la admiración que debería causarles que un humano, hijo de Dios, haya sido capaz de acumular tanto dinero extra y disponible gracias a su pericia, a su talento, a su intuición y también a su amor al riesgo, con la dosis de incertidumbre y de posibilidades de fracaso que éste conlleva.

Lo que cada uno ganamos es producto del estudio y del esfuerzo, aunque también de otras circunstancias contra las que no se puede luchar, como el origen socioeconómico, el lugar de nacimiento, la raza y hasta el género. Estas últimas condiciones están por desgracia fuera de nuestro control y los remedios que a veces se plantean a fin de paliarlas son peligrosos y desaconsejables. Estos suelen consistir en una política agresiva de redistribución fiscal. En el aumento masivo de los impuestos.

Los liberales nos oponemos férreamente a estos desvaríos porque desincentivan el trabajo y la inversión, que son el alimento de la riqueza. Pero no nos oponemos a los impuestos. El gran Pedro Fraile, catedrático de Historia Económica, ha escrito en Abc que la aceptación de un sistema que desvía una parte sustancial del PIB desde los individuos de alta productividad -los que más aportan a la riqueza nacional- hacia los de baja productividad-que apenas la aumentan- pone de manifiesto que, como dijo Adam Smith, el sentimiento que anima al propio interés es compatible con la compasión y la benevolencia. Esta tendencia a redistribuir en favor de los débiles es patente entre los liberales. Pero ni los filósofos más creyentes en la generosidad fiscal podrían haber imaginado jamás el grado que ha alcanzado la redistribución, por ejemplo, en nuestro país. Me refiero a la presión fiscal. Hasta el punto de que la dimensión actual del Estado de Bienestar no solo pone en riesgo el equilibrio financiero de las cuentas públicas, sino que hipoteca su futuro, como es nuestro caso.

Por eso, el socialista puede ser igual de piadoso y albergar tan buenos sentimientos como un liberal, pero está absolutamente equivocado sobre la esencia de la naturaleza humana, que aspira invariablemente al progreso económico, que goza de la propiedad privada y que ambiciona retener el mayor fruto posible de su empeño. Seducido por los políticos que le ofrecen una vida más regalada de la corriente, el socialista acepta sin contestación la mansedumbre remunerada sin ser consciente de haber incurrido en la mayor corrupción moral de las posibles, la de haber renunciado a su potencia creadora.

La redistribución masiva en la que está embarcada la izquierda hace que el consumidor de beneficencia exija cada vez más sanidad, educación, vivienda, transporte o cualquier otro servicio público, porque a precio cero la demanda es infinita. Peor aún, los electores con menor capacidad contributiva son impelidos por esta clase de políticas erróneas a sentir muchos deseos inéditos cuya satisfacción es imposible sin recurrir al Estado. Y abusando del profesor Fraile citaré la consecuencia más perversa de esta estrategia política: la ingratitud. Los perceptores de los subsidios, de las ayudas de todo tipo y de los impuestos masivos girados sobre los trabajadores en activo, las clases medias y los individuos más productivos pasan a considerar estas transferencias como un derecho inexpropiable, perdiendo cualquier clase de reconocimiento de la ayuda de otros a su confort.

El Estado del Bienestar, tal y como está concebido, ese que exhibe con orgullo el socialismo falsamente como una construcción propia, es un engaño. Una farsa. Un despropósito. Ha roto por completo el sistema de estímulos y de incentivos para generar riqueza. Al generalizar, indiscriminadamente, la asistencia pública ha adormecido -y lo sigue haciendo- a generaciones que podrían y pueden dar lo mejor de sí mismas si son sometidas a prueba -un cáncer todavía más letal en el caso de la juventud-. Llegados a este extremo, no solo ha fabricado individuos difícilmente empleables, sino ingratos, que es el colmo del fracaso.

La desigualdad ha sido siempre un motor de progreso. Existe por la sencilla razón de que somos diferentes. Los gobiernos deben nivelar el terreno de juego y luego dejar que todos compitan sobre la base del esfuerzo y del talento. Y deben evitar que los que acceden a becas, a los créditos y demás ayudas no sean los más preparados, así como discriminar las subvenciones y dirigirlas hacia los que de verdad las necesitan, porque la redistribución en dosis moderadas cura, pero en altas mata. Esto es lo que por desgracia está sucediendo a causa de la pretensión del socialismo de introducir la igualdad mediante la ley. A martillazos, con el propósito inmarcesible de asaltar y luego de retener el poder.

Pero la experiencia indica que la expectativa de ganar mucho dinero incentiva el trabajo y la inversión, que la educación es la clave de bóveda de la prosperidad general y que las sociedades que toleran las desigualdades crecen más, presididas por un espíritu constructivo en lugar de por la envidia y el resentimiento general hacia el triunfador a que aboca inexorablemente el socialismo, empeñado ciegamente en igualar la renta de los individuos en pos de una justicia social que es un fraude.

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