¿Estamos ante el fin de ciclo de Pedro Sánchez?

Pedro Sánchez gobierna hoy como quien habita una casa con goteras: no se le cae encima, pero ya nadie duerme tranquilo. El problema no es una acusación concreta ni una manifestación más o menos nutrida; el problema es el clima, ese aire espeso que anuncia final de ciclo antes de que suene la campana. Porque el poder empieza a oler cuando se pudre y un capitán que sigue dando órdenes mientras el casco hace agua, que diría el escritor de a pie.
Porque la historia política española enseña que los finales no llegan de golpe, sino en cascada, como está ocurriendo en esta España nuestra. Felipe González lo intuyó cuando habló del desgaste natural del poder y Alfonso Guerra aquello de que el que se mueve no sale en la foto. Aquí, dentro de su propio partido, la foto se ha convertido en un celuloide lleno de corrupción y manoseo a todas las instituciones del Estado, salvo a la Corona, porque no les han permitido el acceso.
El sanchismo nació de la épica —la resistencia, la resurrección, el manual de supervivencia política—, pero las épicas no están hechas para gobernar largo tiempo. Se desgastan. Hoy el presidente no discute el país con sus legítimos presupuestos, sino su permanencia; no marca agenda, la tapa. Cada semana trae su dosis de ruido: sospechas, investigaciones, socios incómodos, protestas que ya no sorprenden. La política deja de ser proyecto y pasa a ser defensa personal. Y cuando un Gobierno vive a la defensiva, gobierna poco, como en esta patria que vuelve a ser levantada por los ciudadanos, una vez más.
Mientras tanto, el mapa autonómico se mueve. Y en política territorial, cuando el mapa se mueve, el centro tiembla. Andalucía fue el primer terremoto serio: la pérdida de un bastión histórico del PSOE que durante décadas pareció inexpugnable. Luego, Extremadura. Este domingo, con María Guardiola, puede consumarse el asentamiento del giro y del simbolismo: el PSOE perderá otro de sus feudos clásicos, uno de esos territorios donde gobernar parecía casi un derecho adquirido. No es una elección más: es un mensaje. Y los mensajes, cuando se repiten, se convierten en tendencia.
La corrupción —real, presunta o simplemente insinuada— tiene menos que ver con los tribunales que con la percepción. En política, la percepción es el hecho. Sánchez puede repetir que todo es una cacería, pero cuando el discurso suena a disco rayado, la ciudadanía empieza a cambiar de emisora. El presidente ya no convence; resiste. Y resistir no es liderar: es atrincherarse. Como decía Manuel Azaña, «cuando la política se llena de ruido, suele ser porque se ha vaciado de ideas y gestión». Qué palabra, lectores, gestión: la defensa de tu país, de la libertad que ahora estos señores acotan miserablemente.
La calle, que no siempre tiene razón, pero siempre tiene ruido, ha entrado en escena. No es tanto la magnitud de las protestas que se corean aún en voz baja como su persistencia. El hartazgo se filtra por rendijas ideológicas: antiguos votantes que callan, aliados que aprietan, adversarios que esperan. El país se polariza no por ideas, sino por cansancio. A favor o en contra de Sánchez, todo acaba girando en torno a Sánchez. Y cuando un líder se convierte en el único tema, el ciclo suele estar cerca de agotarse.
En este contexto aparece la figura espectral de José Luis Rodríguez Zapatero, el gran premiado de la política española: el hombre que, sin jugar a la lotería, siempre acaba cobrando premios. Derrotado en las urnas por Rajoy, pero resucitado en los despachos; retirado, pero omnipresente; ajeno al poder formal, pero decisivo en los equilibrios internos y externos, desde mediaciones imposibles con Junts hasta aerolíneas improbables.
Sánchez sigue siendo un político hábil, quizá el más resistente de su generación. Pero la habilidad sin horizonte acaba pareciendo oportunismo, y la resistencia sin relato se confunde con obstinación por salvarse y salvar a los suyos acorralados por la corrupción. No ha entendido que el poder es tiempo prestado; y cuando el reloj empieza a sonar demasiado alto, ya no importa cuántas veces se retrase la hora.
¿Está agotado su ciclo? Tal vez aún no haya caído el telón, pero las luces parpadean. El mapa autonómico se tiñe de cambio, la calle murmura cada vez más alto, los aliados calculan (PNV y Junts con su infamia contra un Estado que les parió) y la oposición espera su turno. Y en política, como en los viejos teatros, cuando el público empieza a levantarse antes del final, el actor haría bien en preguntarse si no ha alargado demasiado el monólogo… o si la obra ya la está ensayando otro.
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