El Estado del pánico
Nuestro país entró, hace ya casi dos meses, en un estado que, aunque la ley disponga que es de alarma y la realidad señale que es de excepción, se trata, ante todo, de un estado de pánico.
Este adjetivo define mejor que ningún otro la actuación del Gobierno, ya que, si no fuera por él, difícilmente se explican algunas de las medidas draconianas que se adoptaron en su día. El arresto domiciliario al que se ha sometido a la población, la paralización casi completa de la actividad económica, el cierre de colegios y universidades… Una lista interminable de decisiones que nacen, bien de una fría maldad, bien de una superlativa incompetencia. Por supuesto, no se puede descartar una combinación de ambas causas. Pero la muerte y la miseria en la que se ha sumido España encuentra su punto de partida en el pánico que se desató en La Moncloa al observar cómo aumentaba rápidamente el número de contagiados y fallecidos. La prudencia no constituye una virtud solo por ser moralmente deseable, sino también por resultar aconsejable desde una perspectiva instrumental. Sánchez tenía un plan: que no nos convirtiéramos en Italia. Sin embargo, no querer seguir la senda de otro no es ningún plan. Máxime cuando uno acaba recorriéndola y con peores resultados que el modelo “a no imitar”.
Después llego el Gran Encierro, con sus consecuencias políticas, sociales, psicológicas y económicas. Un auténtico iceberg del que apenas vemos la punta. Un confinamiento también caracterizado por el pánico del Gobierno, que, rápidamente, se extendió al conjunto de la población. Delaciones por parte de vecinos, extralimitaciones de las fuerzas de seguridad que, en algún caso, se han arrogado competencias cuasi legislativas, al interpretar con amplia discrecionalidad lo dispuesto por el decreto del estado de alarma, etc.
Hoy nos hallamos en otro episodio más de ese ataque de pánico que sufre La Moncloa desde aquel aciago 8 de marzo: el de la desescalada. Un plan dispuesto en fases que pocos comprenden, mientras que los que podrían entenderlo, al igual que los primeros, carecen del tiempo y energía para hacerlo. Un proceder inspirado, quizá, en la famosa frase de Truman: “Si no puedes convencerlos, confúndelos”. O tal vez, de nuevo, fruto del pánico que han sembrado en el Gobierno los últimos datos de empleo, de bajada del PIB, etc. Pánico en el encierro, y pánico en el desencierro.
Por su parte, el Gobierno cree ver su propia dolencia en quienes le critican, hasta el punto de que, cuando Sánchez señala que “no hay un Plan B”, nos está diciendo en realidad que la decisión es simple: “o yo, o el pánico”.
En definitiva, es urgente poner fin a este modus operandi tan errático como erróneo y por el que pagaremos tan alto precio. Al contrario de lo que piensan en La Moncloa, no es la población la que no está a la altura del Gobierno sino éste el que no está a la altura de los españoles.
Por último, conviene pensar también que puede que nos hallemos ante un escenario radicalmente opuesto al señalado hasta este punto. A saber, que este estado de pánico no sea real sino simulado, meticulosamente concebido para articular un verdadero asalto a las instituciones y a la apropiación indebida de los mecanismos de control y vigilancia de la población. Este sería, sin duda más sibilino que el anterior… Y mucho más escalofriante, por ser igual de realista.