España retenida como un rehén
Hasta el primer debate de investidura dentro de tres semanas, tenemos por delante un horizonte no precisamente esperanzador. Esto es consecuencia de que el señor Sánchez decidiera por sí y ante sí convocar elecciones generales el 23 de julio.
Para evitar que una eventual repetición electoral cayera en plenas Navidades —repetición que, aunque poco probable, no es imposible—, la presidenta del Congreso alargó hasta un mes el plazo dado a Alberto Núñez Feijóo. Y ahora, él y su equipo deben plantear iniciativas para llenar el vacío de ese interminable lapso de tiempo. Afirmando que es un deber «hablar con todos» por ser el candidato oficial a la investidura, lo conseguido hasta ahora es que incluso la gallega Yolanda Díaz, tan besucona ella, se niegue a reunirse con su paisano, delegando la tarea en el portavoz de su plurinacional grupo parlamentario.
No está escrito en el Reglamento del Congreso que exista esa obligación de «dialogar con todos», lo cual además no podría llevar a ningún acuerdo positivo dado que estos grupos —ERC, Junts, EH Bildu y el PNV—, integran ese sanchismo que el PP quiere derogar, y hace muy bien, pero no parece que lo más adecuado para conseguirlo sea dialogar con ellos.
Sánchez ha conseguido con su política carente de todo principio que no sea el de mantenerse en el poder que todos los partidos separatistas que quieren romper España apuesten totalmente por él, conscientes de que jamás encontrarán otro personaje que se preste al indigno papel que el está interpretando. Pero lo que a estas alturas resulta tan descorazonador como preocupante, es que haya 7,8 millones de españoles que apoyen un proyecto de esas características, liderado por una persona con una acreditada capacidad para «cambiar de opinión» respecto de los compromisos asumidos, siempre que ese cambio convenga a sus intereses, claro. Sin duda, ocupa ya un lugar no precisamente ejemplar ni beneficioso para España, esta etapa de nuestra Historia que comenzó con una vergonzosa moción de censura, y para constatarlo, basta repasar en el Diario de Sesiones del Congreso los motivos que alegó el censor Sánchez en aquel debate.
Por cierto, todo esto aderezado con la presidencia española que este semestre nos corresponde en el Consejo de la UE, donde nuestra auctoritas para plantear propuestas acogidas con un mínimo de respeto, resulta descriptible cuando Puigdemont es quien tiene la última palabra sobre el Gobierno. Encabezado por una fotografía suya, un periódico como el Washington Post, alineado con la plutocracia del Foro Mundial de Davos y el NOM, ha publicado un artículo cuyo título describe un estado de opinión generalizado al respecto: «España es retenida como rehén por una facción de extremistas regionales separatistas». Aunque sería más preciso decir que «Sánchez con la complicidad de su partido, el PSOE, mantiene retenida a España…», aquel titular no falta a la verdad en la medida en que son casi 8 millones de ciudadanos españoles los que han apostado por esa suicida opción. Desde luego, las siglas PSOE ya no podrán seguir arrogándose que tienen una ejemplar hoja de servicios prestados a España.
Aunque una repetición electoral no puede descartarse, de no ser por un imprevisto novedoso, tendremos como eventual Gobierno sanchista a un «Frankenstein» elevado al cuadrado. Esto es así dada la nueva situación derivada del 23-J, con el PP con mayoría absoluta en el Senado y un gran poder territorial que, debidamente gestionado, hace muy difícil una estabilidad gubernamental, sometida a una negociación en cada sesión parlamentaria del Congreso a fin de superar los 172 votos del PP con Vox, además de UPN y CC.
El PP debe rearmarse ideológicamente para que, más pronto que tarde, pueda articular la alternativa —que no la alternancia— que necesita España, y que efectivamente derogue el sanchismo en su fondo y en sus formas.