Ermua: «Que te vote ‘Txapote’»
Recuerdo perfectamente, 1997, al entonces alcalde de Ermua, el ejemplar socialista Carlos Totorica, ahíto de rabia, propinando patadas a todo lo que se le ponía de por medio. Recuerdo al padre obrero de Miguel Ángel Blanco con la mirada perdida y una sola frase en sus labios: «Pero, ¿qué hemos hecho?». Recuerdo nuestra llegada a Ermua (tres periodistas al principio, no más) observando cómo las ventanas de las casas del pueblo permanecían herméticamente cerradas. Recuerdo el desmentido off the record del ministro del Interior, Jaime Mayor Oreja, a una información tóxica emitida por la radio nacionalista del PNV: «No nos vamos a someter a chantaje alguno».
Recuerdo un tiempo después, la confesión del entonces presidente del Gobierno, José María Aznar: «Intermediarios se ofrecieron unos pocos, pero ninguno contó con nuestro aval». Recuerdo que uno de los bienintencionados fue un obispo, no desde luego Setién, que desde el primer momento del secuestro se mostró muy partidario del «trueque» (sustantivo muy del instante) de presos a cambio de la libertad de Blanco. Recuerdo, cuando ya se supo del crimen, cómo tres sedes de Herri Batasuna, una de ellas herriko taberna, se clausuraron a cal y canto y cómo el día de la gran concentración, la Ertzaintza tuvo que detener a unos enfurecidos manifestantes que pretendían asaltar y quemar aquellas dependencias.
Recuerdo, como si fuera hoy, el aviso que me ofreció el antiguo miembro del PNV, luego expulsado del partido, Juancho Beitia, del sector sabiniano, que me advirtió: «Ahora parece que todos están por la labor de combatir a ETA y a sus secuaces, pero ya verás como dentro de muy poco tiempo, se volverán a juntar». Fue un anticipo de lo ocurrido dos meses tarde: el Pacto de Estella.
Fueron días de emoción incontrolada sufridos a fuego lento en un pueblo feo, eso no hay quien lo dude, que se creía a salvo de cualquier fechoría de la banda terrorista porque como me confesaba un aldeano en uno de los bares abiertos, algunos estaban cerrados: «Aquí nos conocemos todos y nadie pensaba que uno de los nuestros denunciaría a otro para que le mataran».
En aquellas fechas malditas -ésta es la verdad- se dio por muerta a ETA, pero no lo estaba. Sus medios, principalmente su periódico de cabecera cuya responsable primera era entonces la hoy diputada Mertxe Aizpurúa, llamaba «muerto» al chaval asesinado y entendía como justa la reivindicación de los criminales para liberar a Blanco. Al fin y al cabo aquello era un «conflicto». En aquellos momentos no se supo quiénes eran los jefes de la banda que habían cargado la pistola criminal de García Gaztelu, alias Txapote, pero hoy está a punto de desvelarse, por vía judicial, que el faccioso humanicida que ordenó la vil ejecución fue Ignacio Gracia Arregui, Iñaki de Rentería, al que, gracias al denotado esfuerzo de la Asociación Dignidad y Justicia de Daniel Portero, también hijo de una víctima de ETA, la Audiencia Nacional, el magistrado García Castellón, está a punto de imputar como el mafioso padrino que dictaminó el pistoletazo en la nuca. Curiosamente, hay que recordar que este abyecto asesino, Rentería, fue un día liberado de toda responsabilidad por el juez Pedraz porque, literalmente, «no había pruebas de su pertenencia a ETA». Así, como se lee.
En Ermua se abrieron las manos blancas que ya se habían dibujado tras el asesinato de Tomás y Valiente, pero, en contraposición, se empezó a diseñar la infame reacción del nacionalismo contra un movimiento que, de verdad, ya no distinguía muy bien entre los que agitaban el árbol y los que recogían las nueces. Recuerdo aquella comparecencia del lehendakari Ardanza en televisión, señalando con el dedo a los presuntos ejecutores del tremendo atentado y pronunciando una frase que parecía auténtica: «Sabemos quienes sois y vamos a por vosotros». Pues bien: exactamente dos meses después, su partido, tan artificialmente irritado por el protagonismo homicida de Batasuna, suscribía el 13 de septiembre en Estella, un pacto con toda la escoria nacionalismo, Batasuna incluida, para inaugurar un proceso de diálogo con los terroristas. El objetivo era diáfano: se trataba de volver al predominio nacionalista-secesionista que el PNV y todos sus corifeos habían perdido en Ermua.
Hoy, tras el 28 de mayo, en Ermua, donde mañana se celebra el homenaje en recuerdo de Miguel Ángel Blanco, vuelve a mandar el PSOE con seis concejales, sólo dos más de los que, ¡atención!, ha logrado Bildu, tres son del PNV, dos de Podemos y otros dos, los mismos que tenía en 1997, uno de ellos Blanco, el Partido Popular. ¿Qué ha sucedido en este pueblo oscuro para que 25 años después de aquel espantoso asesinato, Bildu, o sea, los herederos de los criminales, sean ya el segundo partido de la localidad? Han vuelto a abrirse sus bares y sus militantes se mueven con absoluta presteza y tranquilidad por las calles. Ha hecho falta que se cumpla un aniversario tan emblemático como éste de mañana para que se recuerde que allí, en Ermua, uno de sus vecinos fue ejecutado gracias a que otro comunicó a Rentería y a Txapote los pasos diarios de Blanco y el lugar concreto en el que se le podía raptar para luego plantear aquel dramático chantaje. Lo peor que se sabe es que hace unos días los tiparracos de Bildu aún participaron en una conmemoración del asesinato. ¡Habráse visto mayor miseria humana!
25 años después los asesinos están siendo blanqueados y el autor de este canalla enjalbergamiento se duele de que le griten por doquier: «¡Que te vote Txapote!». Sépase esto: si la desgracia se ciñera de nuevo sobre España y este narcisista patológico volviera a La Moncloa, es seguro que Txapote pasaría las próximas Navidades en su casa, festejado en Galdácano porque sus conmilitones encenderían sobre él la llama del valiente gudari que puso en jaque a los okupantes españoles. Nada mejor que establecer estos recuerdos para mantener que sólo hay una forma de que lo antedicho no se cumpla: que Pedro Sánchez no regrese al poder. En Ermua, «que te vote Txapote». Él es hoy cómplice de los etarras. O, ¿es que alguien lo duda?