El discurso del Rey
Este de Nochebuena va a ser el noveno discurso, mensaje se le denomina, del Rey Felipe VI desde que, tras la abdicación de su padre, Juan Carlos I, en julio de 2014, él fue proclamado Rey de España. Nadie, con mediano conocimiento de la historia presente, negará que éste de Navidad es el discurso más comprometido, más difícil de fondo y forma, de los nueve que hasta ahora ha presentado a consideración del pueblo español. Hay que recordar, ¡cómo no!, que este mensaje, como todos los demás, como todos los que pronunció su padre, no es estrictamente del Rey, sino de lo que le dejan decir al Rey. Sólo una vez, que se sepa, don Juan Carlos quiso salirse de la censura y exponer a los oyentes españoles su diagnóstico sobre la realidad del país.
El Rey estaba preocupado entonces, como todos nosotros, claro está, por la corrupción generalizada propiciada por el Partido Socialista (¿o es que nadie se acuerda de aquello?) y se propuso con la mejor educación, denunciarla ante el conjunto del pueblo hispano. Hasta tres borradores volaron de palacio en palacio, de Zarzuela a Moncloa y viceversa, y al fin el Rey, con todos los respetos, parió un ratón. Nada: uno de sus asesores nos lo explicaba así a un grupo pequeño de periodistas: «Hemos hecho lo que hemos podido pero sabemos que hemos hecho poco».
El antecedente sirve para avisar que este noveno mensaje del Rey Felipe no tendrá nada que ver con aquella formidable intervención del 3 de octubre de 2017 cuando se puso al frente de la resistencia al golpe de Estado que estaban perpetrando las fuerzas separatistas, las que hoy son conmilitones del desvergonzado Sánchez.
Estábamos mal y hoy estamos mil veces peor. Felipe VI pudo dirigirse a los españoles del modo como lo hizo por dos circunstancias y razones: la primera, porque entonces gobernaba en España un partido decente, erróneo, sí, con personajes dentro como el confiscador Montoro, pero honrado en su mayoría y español sobre todas las cosas; la segunda, porque la oposición de entonces encarnada por Pedro Sánchez Pérez-Castejón, era a la sazón un individuo sin testar y no el depravado político, psicópata narcisista (en eso convienen los especialistas) que ahora sigue gracias a la ralea peor de España, en el poder.
Lo que se espera de Felipe VI es poco. El cronista conoce a la perfección los juegos de prestidigitación dialéctica y retórica que tiene que realizar el monarca para que su discurso pase el fielato censor de La Moncloa. En los últimos tiempos -hay que decirlo así- esos ejercicios son directamente para el Guinness; no se pueden recorrer más vericuetos, ni utilizar más subterfugios literarios para que el texto sea aprobado por Sánchez. El Rey es ya de esta forma un técnico en la comunicación que a veces roza el lenguaje enrevesado de aquel cómico sublime, Antonio Ozores.
La Casa del Rey advierte siempre a quien le quiere escuchar que el Rey se atañe directamente a lo estrictamente marcado en la Constitución, ni una línea roja por traspasar. Fía mucho la mencionada Casa a la capacidad gestual del Rey, tanto que, de una forma u otra, en este último mes se ha subrayado la incomodidad del Rey en la toma de posesión de Sánchez, y la felicidad preocupada (esto es casi un retruécano) que traslucía su cara en la jura de la Constitución de la princesa heredera, doña Leonor de Borbón. Incluso se ha retratado una diferencia evidente entre esta actitud facial del Rey con Sánchez y el aparente gozo que viene reflejando por contra la de la Reina Letizia.
Dicho todo lo cual, esta crónica de fin de año podría concluirse con esta ajustada declaración: no esperen mucho del discurso del Rey. Por cuenta propia, el cronista se permite incluir una pregunta al modo castizo: ¿debería mojarse más el Rey en la situación terminal en que se halla la democracia española? Muchos monárquicos institucionales advierten de que «no toquemos más al Rey, que bastante tiene con lo que tiene».
Bien, es una forma de ver las cosas, pero la cuestión que el cronista plantea es ésta: se han leído detenidamente estos alguaciles, guardianes de las esencias, la función que nuestra Norma Suprema atribuye al jefe del Estado: «El Rey arbitra y modera…». ¿Qué dice al respecto la Academia sobre el verbo «arbitrar»? Pues esto: «Actuar o intervenir como árbitro, especialmente en un conflicto entre partes». ¿Entiende el público en general que Felipe VI se está ajustando en su práctica institucional a esta referencia académica?
A veces da la impresión de que ante el ninguneo pérfido al que le están sometiendo Sánchez y sus corifeos a la Corona ésta sólo responde, sin decirlo al aire, con un «Virgencita, virgencita, que me quede como estoy». La verdad es que parafraseando a Sabino Fernández Campo, jefe que fue de la Casa: «Al Rey se le está poniendo tan bajo, tan bajo que un día no se le va a ver».
Ya Sánchez ha decidido que cualquier mangante puede ultrajar al monarca sin que nadie desde la Justicia le llame la atención. El Gobierno le manda de viaje con un subsecretario cuando se trata de acompañar a un derechista en su toma de posesión y a una cohorte de ministros cuando se trata de reverenciar a un comunista como el presidente de Chile. ¿Es éste o no mal trato?
No está la vida española para sinuosidades vaticanas (bueno, vaticanas de las de antes), se agradecería claridad porque en la labor destructiva, partido a partido, golpe a golpe, que está realizando ese abyecto personaje que atiende por Sánchez, el premio gordo se lo va a llevar la voladura de la Corona. Si no, al tiempo; hacer como si no nos enteramos de lo que pasa, no garantiza la impunidad, ni la inmunidad. Nuestro Rey está en el alambre; un paso en falso y se lo ventila este grupo de barreneros que manda Sánchez. La impresión general es que el Rey ahora mismo sólo se sostiene, que bastante es. ¿Que nos gustaría que ejerciera más poder arbitral y moderador? Pues claro que sí, pero eso le llevará con seguridad a Cartagena. Como a su bisabuelo Alfonso XIII.