Dictadores en nombre de la democracia

Es labor compleja hacer entender a quien no desea aprender la diferencia entre legitimación social y legitimidad política. Sobre todo, en la España que polariza hasta el conocimiento y huye de la reflexión con la misma intensidad con la que abraza su propio argumento como si de un hincha futbolero se tratara. La legitimación se adquiere cuando las calles, bien por vía plebiscitaria (referéndum o elecciones), bien por demostración palpable de afecto, demuestran que un gobernante merece la responsabilidad que ocupa y por la que fue elegido. La legitimidad política, en cambio, se obtiene a partir de unos resultados electorales que deberán ser refrendados con posterioridad con mayorías parlamentarias que confirmen una legislatura de gobierno acorde al apoyo obtenido. Una se obtiene conforme a las leyes, la otra, en función de la consideración ética.
Sostengo en las últimas semanas, con los hechos y discursos que nos aporta el analizado, que Sánchez es un presidente que llegó de manera legítima y constitucional al Gobierno, pero sus acciones, discursos, maneras y métodos desde entonces distan mucho de ser un presidente legítimo, constitucional y democrático. La historia es un baúl lleno de retratos de dictadores que alcanzaron el poder por la vía de las urnas. Y no tardaron en cargarse los resortes y mecanismos que hicieron posible tal hito democrático. Sí, la historia sigue estando llena de dictadores en nombre de la democracia.
Sánchez ha perdido legitimación social porque la calle ni le apoya ni le respeta, y debe vaciar las mismas a cada compromiso institucional al que acude. En su deriva autocrática, el gentío le molesta si no rinde pleitesía. Por este motivo, que las encuestas refrendan en cada oleada, su legitimidad política es cada vez más menguante. Ya no acude al Parlamento, al que no respeta como poder del Estado, ni en su función legislativa ni en su papel moderador de la salud democrática de una nación, y que además desprecia si le hace perder tiempo y le tumban entre escaños hastiados sus decretos leyes, la especial forma antidemocrática de gobernar del progresismo que retrocede, el trágala político que negocia previamente con los socios más viles que nos toca sufrir: golpistas, filoterroristas y oportunistas. Si la cochambre moral no le apoya, el instrumento parlamentario, que siempre fue la excusa del PSOE para justificar sus felonías, se hace irrelevante.
Por ende, no es un presidente que hoy tenga legitimación social ni legitimidad política. Pero también es inconstitucional, porque no hay acción o decisión que tome que no vulnere, conculque o viole algún artículo del texto jurídico que nos vincula a todos. Sólo citaré tres, a modo de ejemplos que evidencian su modus operandi habitual. Así, ataca el artículo 14 de la Constitución Española cuando impulsa, defiende y provoca una ley que destroza la igualdad entre hombres y mujeres. Y hablo de la ley suelta violadores y de género degenerado que la eurocajera de Galapagar perpetró con su plácet. Se cisca igualmente en el artículo 31, que refiere a los impuestos y determina que, en el sistema tributario, aquellos deberán ser justos y progresivos, nunca confiscatorios, con el objetivo de que todos contribuyan al sostenimiento del bien común. Con el cupo catalán y el infierno fiscal en el que ha convertido Hacienda la vida del ciudadano, esto tampoco lo cumple.
Y en plena deriva totalitaria, el Ceaucescu de Moncloa, se orina -desconocemos si en su literalidad- en el artículo 134, que obliga al Gobierno de la nación a presentar los presupuestos generales del Estado ante el Congreso con un plazo no superior a los tres meses desde que expiren los anteriores. ¿Qué hace Sánchez? Decir que no necesita presupuestos para seguir detentando el poder. Y tirando. Y así, hasta que el enésimo escándalo de corrupción, con la consiguiente imputación judicial, acabe por cansar incluso a los que dudan ya de que el presidente más ilegítimo, inconstitucional y antidemocrático que ha tenido España no acabe sus días entre rejas, como líder de una organización criminal, o incluso, bajo el repudio social y físico que derribó de su pedestal de mentira y percepción a aquel tirano de los Cárpatos.
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