Los daños morales del procés

Los daños morales del procés

Hace muchos años lo dijo el historiador Jaume Vicens Vives (1910-1960): los catalanes no estamos dotados para el ejercicio del poder.

El historiador publicó en 1954 Notícia de Catalunya, un libro fundamental de la historiografía catalana. En él describía lo que podríamos llamar el Síndrome del Minotauro. Algo así como la alergia de los catalanes a la autoridad.

Vicens Vives ya se había enfrentado en los años 30 a los historiadores más nacionalistas. Aquellos que defendían una visión romántica de la historia. Supeditar un pasado idealizado a un relato político. Como Ferran Soldevila, que la emprendió con el Compromiso de Caspel.

El procés no ha hecho más que acrecentar esta tendencia histórica. Lo digo por la polémica de la fiesta mayor de Granollers, con mayoría absoluta del PSC, en la se enseñaba a niños a lanzar cócteles molotov y otras técnicas de guerrilla urbana.

Poco antes, en las fiestas de Gracia (Barcelona), también con alcaldía del PSC, hubo igualmente polémica por una pancarta de Arran, las juventudes de la CUP, en la que reivindicaban que el barrio «no era España» sino los «Països Catalans».

El presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, puso el grito en el cielo. Pero recientemente estuvo en TV3 y no criticó el mapa del tiempo de TV3 que siempre incluye Baleares y Valencia.

No son exactamente lo mismo -al fin y al cabo la segunda es una pancarta de una formación política- pero es una de las cosas que ha quebrado el procés es el principio de autoridad.

¿Y cómo no iba a quebrarlo? Al fin y al cabo, hubo una alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, que dijo en el 2015 durante una entrevista en El País que «desobedeceremos las leyes que nos parezcan injustas».

Siempre me pregunté quién era ella para decidir qué ley era injusta. Incluso a pesar de su cargo. Porque las leyes las aprueban los parlamentos. Emanan de la soberanía popular.

Luego hubo un presidente de la Generalitat, Quim Torra, que se apuntó también al carro. Es verdad que Torra no era un hombre dotado de imaginación. Ni siquiera de otras cualidades.

Pero cinco años después se apresuró igualmente a proclamar que desobedecerían las «leyes injustas». No fue verdad, claro. Hasta pago la multa que le impuso el TSJC por aquella pancarta colgada en Palau que, a la postre, le costó el cargo.

Con estos antecedentes no es extraño que se ocupara el aeropuerto, se bloqueara la frontera de la Jonquera, se cortaran autopistas, se quemaran contenedores, se interrumpiera el AVE, y se intentara sabotear la Vuelta o Rodalies.

Se rompió el principio de autoridad que es fundamental en las sociedades democráticas. Ahora el mal ya está hecho.

Siempre he dicho que los daños morales del procés son superiores a los daños materiales. Y, desde luego, este es el más importante porque costará mucho enmendarlo.

¿Si un presidente de la Generalitat o una alcaldesa de Barcelona llamaban a la desobediencia por qué tienen que obedecer nuestros jóvenes? Menudo ejemplo.

Sin embargo, en esta última semana de agosto no todo son malas noticias. Salvador Illa ha empezado a gobernar. De momento ha cambiado la cúpula de los Mossos y ha planteado la construcción de una nueva desalinizadora en el Ampurdán para hacer frente a la sequía.

Esta última decisión tiene truco porque así evitan el trasvase del Ebro. Como lo propuso en su día Aznar con el Plan Hidrológico Nacional; el PSC, ERC e incluso CDC estaban en su día en contra. Ahora no pueden comerse sus propias palabras.

Pero algo es algo. Tras 15 años de marear la perdiz y construir castillos en el aire, parece que alguien empieza a tomar decisiones. Y, lo mejor de todo, es que Puigdemont es ya agua pasada.

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