¿Cómo se conocieron Victorio & Lucchino?

Victorio & Lucchino

En 1975, un joven de sensibilidad vibrante, Rafael Silva, abrió D.O.K., el bar de la farándula andaluza por antonomasia. Aquel local estaba destinado a ser sinónimo de libertad. Las hermanas Ordoñez, Carmen y Belén, se encargaron de que allí no faltara ningún imprescindible de la sociedad de entonces. Toreros, jugadores de fútbol, artistas y, sobre todo, jóvenes de espíritu libre y transgresor formaron la clientela fija de aquel lugar.

«Rafaelito, cierra ya, que vamos a jalear a Maribel», solía decir la madre de Isabel Pantoja. Igual al otro lado de la barra podía estar un joven Miquel Barceló discutiendo sobre la destreza de su trazo con algún pintor local.
Silva vivía muy cerca del lugar en el que inauguraba su bar. Era un edificio céntrico en la sevillana calle Marqués de Paradas, en el que los vecinos convivían a la manera de entonces, es decir, con una cercanía e implicación emocional casi familiar.

Cuando llegó al edificio tenía seis años y vivía allí un joven matrimonio que tenía un precioso bebé rubio de cinco meses (Lucchino). Rafael le acunó más de una vez en sus brazos, estableciendo con él un cariño fraternal que le hizo protegerle siempre como a un hermano pequeño. «Cuando José Luis tenía seis años, se sentaba a los pies de mi cama y se quedaba embobado mirándome, mientras yo me hacía vestidos de noche con una sábana».

Poco antes de lanzarse a la aventura de abrir su propio bar, las inquietudes estéticas implícitas en un carácter como el de Silva le hicieron reparar en un joven trasgresor que le había llamado poderosamente la atención en un local de copas, de los pocos que existían en la Sevilla de entonces. Entre el humo de los cigarrillos, destacó un individuo con una cabeza llena de rizos naturales, con pecas pintadas, que llevaba unos pantalones bombachos con botas hasta la rodilla y metros y metros de fular envueltos en su cuello. Se llamaba José Víctor y era pura energía. Hervía su juventud con un descaro, una gracia y una seguridad que componían el cóctel explosivo que no dejaba a nadie indiferente. Rafael pensó al verlo: «¡Qué personaje! Tengo que conocerle». Se hicieron amigos.

Coincidieron varias veces en los meses siguientes. Los dos eran pura chispa, divertidísimos. Fueron haciendo amigos comunes, que anhelaban la misma libertad de conceptos, una libertad casi escenográfica, que sobrevolaba el ambiente y que prometía aires muy próximos de cambio. «Yo le hablaba a José Víctor de mi vecino, porque le fascinaba la moda. Le decía: no te puedes ni imaginar cómo es. Te encantaría. Es alto, rubio, lánguido, tiene los labios gordos. José Víctor se enamoró de él antes de conocerle. A través de mi descripción, su intuición sabía que mi vecino era para él. Me insistía para que se lo presentara. Una noche se me puso a llorar en un portal». La magia de la situación en este caso se fue cociendo a fuego lento.

Mientras José Luis, el deseado rubio lánguido, vivía una vida contemplativa, José Víctor, mucho más inquieto y atrevido, había salido joven de su pueblo natal, no sin antes haber revolucionado todos los escaparates, decorados teatrales y fiestas populares de Palma del Río (Córdoba). Hermano mayor de una familia de cuatro hijos, llegó a casa de Pepe y Carmen tras la pérdida de una hija primera, que murió al nacer, así que su llegada fue un cúmulo de alegrías que se vio fomentado por un carácter de jovialidad contagiosa.

Una mañana de finales de junio, en aquel año de 1975, Silva le pidió a su vecino que le ayudara a poner los junquillos de los espejos de su bar. Estaba ultimando la decoración antes de ser inaugurado. Estando allí los dos, sonó el teléfono. «Hola, José Víctor, qué alegría escucharte. ¿A que no sabes quién está aquí conmigo? Mi vecino, José Luis». Veinte minutos después, estaba allí el de Palma del Río como un clavo.

Rafael los presentó y se tomaron una cerveza. Tras terminar, cerraron el local. Caminaban los tres por las calles del centro de Sevilla y le dijo José Víctor a Rafael: «Tu amigo entiende». A lo que el digno amigo contestó molesto: «José Víctor, ¡qué dices, por favor, que es como mi hijo, como mi hermano pequeño!». «Pues digo que entiende, que es feda». De nuevo, mostrando una indignación cinematográficamente ideal, Rafael replicó: «¡Por Dios, José Víctor, eres tremendo!». Y cogiendo a José Luis del brazo, se despidieron con cabeza alta y pecho erguido.

Dos o tres días más tarde, llamó José Víctor a Rafael para invitarles a almorzar. Su espíritu provocador debió conmover profundamente a los dos amigos, porque aceptaron la invitación. Espaguetis a la boloñesa fue el plato escogido por el anfitrión para terminar de rematar su galante faena.

«Estábamos los tres comiendo, mientras veíamos en la tele Heidi en blanco y negro. De pronto, se levantó José Víctor y le dijo a José Luis que le acompañase, que le iba a enseñar el piso. Vivía entonces en un pisito interior pequeño de dos habitaciones. Aquello debió parecerles el palacio más inmenso, porque media hora después, ya un poco apurado, les llamé. Apareció sólo José Luis que, todo conmocionado, me dijo: ‘Tu amigo me ha besado’. Le miré serio y contesté con alterado tono paternal: ‘Sí, ¡pero tú te has dejado!’». Se acababa de sellar una verdadera historia de amor.

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