La caída de Rajoy y la responsabilidad de Sáenz de Santamaría
Mis compañeros del PP de Navarra me eligieron compromisario para acudir al Congreso de este fin de semana. Previamente había manifestado, para que nadie tuviera duda, cuál sería mi candidato. Desgraciadamente, como consecuencia de una inesperada afección pulmonar, los médicos me han prohibido acudir a Madrid. No podré expresar en el Congreso mi voto a Pablo Casado, pero nada impide que pueda reiterar públicamente mi apoyo. Soraya Sáenz de Santamaría está absolutamente convencida de que es la única persona en el PP capaz de derrotar a Pedro Sánchez. Dice que en todas las encuestas los votantes del PP mayoritariamente apoyan una opción que es la suya. El primer convencido de ello es, sin duda, el expresidente socialista Rodríguez Zapatero que, en una intromisión insólita en la vida interna de otro partido, desea la victoria de la ex vicepresidenta del Gobierno de la que destaca su “talante dialogante”, mientras rechaza a Pablo Casado porque su triunfo sería “un retroceso en las ideas”.
Reconozco mi perplejidad. Paso por alto el regalo envenenado de ZP, pues salvo en contadas ocasiones, una alabanza de los adversarios políticos presupone que algo no has hecho bien. Pero me sorprende que la confianza en sí misma de Sáenz de Santamaría se asiente en unas encuestas de las que no podemos sentirnos nada satisfechos, pues revelan que el PP está en caída libre. Porque, le guste o no a nuestra candidata, ella representa la continuidad de un PP al que ha vuelto la espalda más de la mitad de su electorado, y que todavía continua enredado en la tela de araña de la corrupción. La exvicepresidenta puede sentirse todo lo orgullosa que quiera de su acción de casi una década en el Gobierno, pero si el PP fuera una sociedad anónima hace tiempo que habría entrado en bancarrota ante una cuenta de resultados tan catastrófica. En 2011 obtuvo 188 escaños, con un 43,4% de votos. En 2018, poco antes de la destitución de Rajoy, las encuestas nos auguraban un 19,7 de los votos, es decir, en torno a 70 escaños con una pérdida de más de 100 escaños.
Comprendo que el recordatorio de esta triste realidad disguste a Mariano Rajoy, que ha pasado a la historia como el primer presidente de la democracia destituido por el Congreso so pretexto de la corrupción de su partido. Eso no quiere decir que los compromisarios del Congreso de Madrid tengan que despedirle con una gran pitada. En el final de su larga vida política, es humano —y lo contrario sería injusto— no dedicarle una gran ovación porque han sido muchas más las luces que las sombras. Ahora bien sería un gran error que alguien interpretara que tales aplausos han de considerarse como un respaldo a la candidatura de quien fuera su mano derecha en el Gobierno. Por otra parte, la dignidad demostrada en su retirada, quedaría empañada si en el último minuto Rajoy rompiera su compromiso de ser totalmente neutral en la votación de quien haya de sucederle.
Debo decir que he seguido con atención la campaña de todos los candidatos y no logro descubrir cuál es el programa de la exvicepresidenta para devolver al PP su antiguo vigor ni tampoco la razón por la que se considera como la única persona capaz de derrotar a Pedro Sánchez. Orgullosa como está de sus actuaciones en el Gobierno deduzco que su política será necesariamente continuista y, por tanto, si lo único que se transmite a la opinión pública es que en el PP ha cambiado el sexo de su presidencia seguiremos avanzando hacia el abismo.
Nuestra candidata presume asimismo de ser persona “más de hechos que de palabras”. Tal vez por eso considere que los hechos por ella protagonizados son tan reveladores por sí mismos que no necesita de palabras para explicar cuál será su proyecto de futuro. Pero en mi opinión no hay regla sin excepción. Me refiero a la responsabilidad de Sáenz de Santamaría en el desarrollo de los hechos que condujo a la “traición” del PNV que pasaron en tan solo 24 horas de prestar de su pleno apoyo y beneficiarse de los Presupuestos Generales de 2018 a cortar la cabeza de Mariano Rajoy apoyando su destitución.
El factor PNV
Desde el otoño de 2017, el PNV exigía que la interlocutora con el Gobierno vasco sobre los asuntos de Euskadi fuera la vicepresidenta. Hay fotos reveladoras de la gran sintonía que mantenía con el lendakari Urkullu. Desde La Moncloa se transmitió la idea de que los nacionalistas vascos no se iban a sumar a la deriva independentista catalana. Sólo faltó elevar a los altares el gran “sentido de Estado” del PNV. Por otra parte, dirigentes independentistas de Cataluña llegaron a solicitar la mediación de Urkullu con Sáenz de Santamaría, sobre todo desde que tras la aplicación del 155 de la Constitución se convirtió de hecho y de derecho en la virreina del Principado.
Pero el PNV no las tenía todas consigo. Es verdad que había logrado una revisión del Concierto Económico muy satisfactoria y en el proyecto de presupuestos de 2018 se contenían importantes compromisos económicos sobre todo en materia de infraestructuras. Se había dejado además abierta la puerta a la negociación con la vicepresidenta Sáenz de Santamaría de la transferencia de competencias de enorme calado autonómico como la gestión económica de la seguridad social y la ejecución de la política penitenciaria. En teoría, el Gobierno del PNV, con 28 escaños, tenía garantizada su pervivencia hasta finales de 2020 gracias a formar coalición con el Partido Socialista de Euskadi (9 escaños) y el apoyo tácito del Partido Popular (9 escaños).
Ahora bien, el aberzalismo radical había emprendido una intensa campaña política para convertir la disolución de ETA en una victoria política. Abogaba por sumarse al desafío independentista en Cataluña. El PNV debía optar entre seguir rendido al españolismo o aprovechar la oportunidad para avanzar en la causa separatista. Decidió hacer doble juego. De una parte, exprimió todo cuanto pudo al Gobierno de España al tiempo que aceptaba la constitución en el Parlamento Vasco de una ponencia para la reforma del Estatuto de Guernica. A finales de 2017, Bildu presentó una propuesta para la creación de la República Confederal de Euskal Herria, dotada de soberanía plena. En febrero de este año, el PNV formuló a su vez las Bases para un “nuevo estatus político vasco”. Renunciaba a la independencia, pero Euskal Herria debía ser reconocida como nación soberana, unida “con” España mediante una relación bilateral. El 23 de mayo, PNV y Bildu pactaron el preámbulo del nuevo Estatuto que contempla un nuevo modelo de relación “de igual a igual” con el Estado, de naturaleza “confederal”. Al día siguiente, 24 de mayo, el Congreso aprobó los presupuestos generales para 2018.
De modo que mientras Urkullu bailaba con la vicepresidencia el vals de apoyo a los presupuestos, el PNV y Bildu se daban la mano en Vitoria y acordaban un texto conjunto para negociar con el Estado un nuevo estatus. La vicepresidenta tenía pleno conocimiento de todo esto. Pero no le dio importancia. Siguió confiando en el “sentido de Estado” del PNV. También Pedro Sánchez, cuyo partido comparte gobierno en Euzkadi, conocía perfectamente todo cuanto se estaba fraguando. Al día siguiente la aprobación de los presupuestos, el PSOE presentó su moción de censura contra Rajoy. El PNV anunció su apoyo a la destitución del presidente. ¿Qué había pasado para que los nacionalistas pasaran del blanco al negro en 24 horas? Fácil es de suponer. El candidato socialista se comprometió a abrir la negociación sobre el nuevo Estatus y a mantener los logros nacionalistas en los Presupuestos de 2018. Asimismo, de forma inmediata, para dar satisfacción a Bildu anunciaría el acercamiento de los presos etarras a las cárceles del País Vasco y de Navarra, así como su disposición a transferir al País Vasco la ejecución de la política penitenciaria. Todo ello era una tentación irresistible para los “burukides” nacionalistas.
Sáenz de Santamaría no ha ofrecido ninguna explicación de estos hechos. Una persona que presume de tener un gran sentido de Estado y dotada de una excepcional experiencia de gobierno, debía saber que el PNV es sobre todo y ante todo un partido separatista. No supo comprender que sus pactos estaban edificados sobre el barro. Mariano Rajoy había confiando plenamente en su vicepresidenta. No podía imaginar que la brillante abogada del Estado suspendiera una asignatura tan básica. Lo malo es que ese exceso de confianza llevó a su presidente, alegre y confiadamente, a la guillotina.