Barcelona, el agujero de la vergüenza
Hoy he visto el infierno. Habitualmente, los fines de semana los paso con mis hijos, disfrutando de sus ocurrencias y escuchando sus demandas. Pero este domingo lo he ocupado con los hijos de otros, los hijos de nadie. En los barrios de Sant Pere, Santa Caterina y al Ribera de mi Barcelona natal, 15 niños merodean por las calles con una bolsa de plástico pegada a su pequeña nariz, gritando y robando. Respiran cola mientras su cerebro se llena de alucinaciones, sus pulmones se inflaman, sus dientes se carcomen y su corazón se acelera como la primera vez que escucharon la promesa de un nuevo mundo en la ciudad cosmopolita que ahora les entierra y les oculta.
Hoy he comprobado que la maldad existe. Encuentro a dos chemkara o niños de la cola en un solar junto a la plaza del Forat de la Vergonya (el Agujero de la Vergüenza). El nombre de la plaza no me lo invento ni lo novelo. Se llama así, tal cual es: un horror lleno de ratas y colchones desvencijados donde dos menores guardan los restos de sus hurtos e intentan calmar el frío húmedo de la ciudad con sus pequeñas narices inhalando vapores de felicidad tóxica que, seguramente, secarán sus cerebros y ni siquiera calentarán sus cuerpos, molidos por las piedras que yacen bajo los colchones donde duermen a la intemperie. Como el frío o los pozos de suciedad, la inmundicia recorre también mi ciudad, algo que algunos políticos no quieren, ni siquiera afrontar, con excusas partidistas y reproches mutuos.
Los miro desde mi atalaya. Corren y juegan ajenos a mi mirada. Esnifan calor. Roban y mal gestionan su vida, hostil para el vecindario. Luego empellones y gritos. Vuelven a ser niños. El fenómeno no es nuevo y convive con nosotros desde hace años. Muchos de esos niños provienen de Marruecos y cuando la policía les detecta, los ingresa en centros de acogida. Sin embargo, más pronto que tarde, vuelven allí, entre suciedad y roedores, a jugar, a alimentar su ideal de vida con vaho ponzoñoso que les haga olvidar su pobreza. Me dicen que hace un año que pacen por allí, aunque nos hayamos enterado hace pocos días, desde que los medios de comunicación se hicieran eco de su dolor. Algunos vecinos, compadecidos por su aspecto famélico, han intentado ayudarles con bocadillos y otros alimentos. Los Servicios Sociales anuncian que mimarlos es contraproducente. Al parecer, esos gestos generosos han causado un efecto negativo. “Estaban cuidados y no regresaban al centro de menores”, informaba a la prensa un trabajador del Consistorio. “Si alguien ve a algún menor consumiendo cola debe ponerse en contacto con el 112 y que los cuerpos de seguridad se encarguen de la situación y traslade a los menores”.
La Generalitat de Catalunya elude el problema y Ciudadanos, por boca de Carlos Carrizosa, ha demandado una solución: “Le exigimos ya que los saquen de la calle, porque es la misión de su departamento. No hable más, intérnelos en un centro y deles asistencia”. La respuesta de la Consellera Dolors Bassa ha sido, al menos, un dislate: «La mayoría —de los niños de la cola— llegan de otras partes del Estado porque miran hacia otro lado, entre otras Ceuta y Andalucía, donde ustedes están gobernando. Hablen con los suyos de Ciutadans en Andalucía y pregúntenles por qué vienen a Catalunya”. No la entiendo. ¿Cómo alguien puede permanecer ajeno al dolor infantil?
Una pedrada me espanta. Un guijarro pasa volando junto a mí y me despierta de la ensoñación. Son los niños. No les gusta que les mire. Igual que a Dolors Bassa no le ha agradada que alguien se atreva a llevar al Parlament un problema que debe considerar nimio: el dolor infantil. Piensa que es una “demagogia barata” del diputado Carrizosa, algo con lo que no está de acuerdo la Junta de Andalucía que ha considerado “intolerables” las palabras de la Consellera. Mientras esos niños de la cola, adictos, desarraigados y solos siguen moviéndose por la ciudad y no se evaporan, como el pegamento que inhalan. Imagino que ni siquiera han sabido que en el Parlament se pelean a su costa. Tienen demasiado frío en su cuerpo y calor en su cerebro para preocuparse de algo que no sea dónde irán a robar para poder seguir sufriendo el infierno de la droga. Ya saben dónde dormirán: en las calles de mi ciudad, en el Agujero de la Vergüenza.