Aquello sí era dialogar

Aquello sí era dialogar

A la muerte de un escritor del fuste de Carlos Rojas volvamos a uno de sus libros más lúcidos, publicado nada menos que en 1966, el ensayo “Diálogos para otra España”. Lo que escribió Carlos Rojas entonces vale para hoy porque su panorama de los diálogos de la España posible sigue con eslabones perdidos. El agravante actual es la depauperación semántica y moral de la palabra “diálogo”, como camuflaje habilitado para estragos inconstitucionales.

Rojas explica, por ejemplo, de qué modo Feijoo se empeñó en instruir a sus compatriotas en el espíritu científico, como Jovellanos desespera del espectáculo en la soledad de su dietario o como Goya pinta taciturnamente en Burdeos, en qué medida tuvo frutos el optimismo de las Sociedades de Amigos del País, hasta qué punto en las Cortes de Cádiz casi todo los hacen los jóvenes liberales.  Los sucesivos exilios. Las exclusiones. La noche de carnaval en la que Larra se mata de un pistoletazo en el cráneo.  La santa ira de Menéndez y Pelayo cuando se frustra la elección de su amigo Galdós a la Real Academia. Los conatos de fragmentación. El epistolario Unamuno-Maragall, tan elogiado y tan poco emulado. A Menéndez Pidal le inquietaba que en España la parte quiera serlo todo y considerarse parte al mismo tiempo. A Carlos Rojas la actitud de Cataluña en la Guerra de Secesión le parecía inexplicable.

Si con el Desastre del 98 la nación se retrajo, ¿no nos están las crisis actuales desvinculando de referentes colectivos? ¿No conllevan fatalismo, pérdida de autoestima, desatención a lo público? ¿No significan una grave pérdida de la coherencia de España los empeños de centrifugación que estamos presenciando? Quizás hemos llegado hasta el punto paradójico de pensar, en los momentos de discordia o polarización, que la conllevancia no solo es una ventaja sino que se haya convertido en una forma de virtud pública, más apetecible. Tenía razón Ortega. En el debate en las Cortes republicanas sobre el Estatuto de Cataluña, la tuvo razón más que Azaña, sobre quien Rojas escribió una novela sombría, premio Planeta. Los fracasos del diálogo no tan solo provocan melancolía; también dañan la noción fundamental del bien público.

Antes de la concordia de 1978, Rojas escribe que, del pasado, el pueblo ha aprendido una sola lección: desconfiar por instinto de quienes les gobiernan.  Citaba a Balmes cuando dice que por Poder fuerte no entendemos la arbitrariedad, sino un Poder que, resueltas las cuestiones pendientes, se asiente sobre una base anchurosa y firme, no teniendo otro lema que justicia y ley. Esas bases anchurosas y firmes son las que hace posible las reconciliaciones, después de la polarización y el enfrentamiento.  Pero el diálogo es impracticable cuando no hay lealtad ni confianza. Embarrancado en el puerto de Vega, camino de Cádiz, Jovellanos muere diciendo: “!La Junta Central!…!Nación sin cabeza!”. Y España cae y renace, declina y resurge. Eso está en cada palabra escrita por Carlos Rojas.

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