Anticapitalismo cándido

Anticapitalismo cándido

Poner a parir el capitalismo está de moda. En los foros más dispares. Para asomar la cabeza sobre el pozo de mediocridad que hoy nos invade, muchos escritores, artistas y comunicadores consideran conveniente criticar con saña la economía capitalista. Como si eso les proporcionara un salvoconducto de mejores personas o un carnet de concienciados sociales que abriera puertas en la buenista sociedad actual. Hasta al Papa Francisco le conocemos declaraciones críticas con el sistema capitalista, que no todos los católicos hemos entendido en su verdadera intencionalidad.

En este deslizante terreno se comete el error habitual de identificar una figura con sus excesos. Como injusto resultaría definir el rock and roll como un paraíso de las drogas o el patriotismo como un exterminio de los extranjeros. Porque las cosas son lo que son, no la imagen distorsionada que algunos construyen para menoscabarlas o destruirlas. Pocos se atreven a reconocer la verdad universal de que, sin el impulso del sano capitalismo, la humanidad jamás hubiera alcanzado las cotas de bienestar, evolución tecnológica e incluso protección social de que gozamos en el siglo XXI. Contando, por supuesto, con las benévolas influencias que sobre él han ejercido otras doctrinas, y asumiendo las numerosas imperfecciones y desigualdades que aún restan por corregir.

Cuando en Sociedad Civil Balear -de la que soy vicepresidente- organizamos un estudio de expertos sobre 35 libros de texto de ESO en las Islas Baleares con el objetivo de detectar en ellos cualquier indicio de adoctrinamiento, esperábamos encontrar las habituales manipulaciones históricas y lingüísticas del catalanismo, tan influyente en el ámbito docente y editorial en esta tierra. Pero nos sorprendió sobremanera encontrar abundante doctrina anticapitalista. A nuestros chavales de 12 a 16 años se les explica con naturalidad que la proliferación de empresas constituye un peligro para la sociedad, que los bancos son entes maliciosos, que es mejor que el Estado organice y controle los medios de producción, y algunos otros mantras del marxismo más retrógrado. Esa doctrina exitosa que ha causado miseria, represión y millones de muertes en los infortunados países en los que se implantó.

También la serie revelación de Netflix en la presente temporada, El juego del calamar, -donde personas endeudadas arriesgan su vida en una competición de supervivencia, organizada por un rico aburrido y basada en juegos infantiles para repartirse millones de euros- contiene una crítica a una metáfora descarnada del capitalismo, radiografiando la sociedad como un espacio estanco que extrae lo peor de la condición humana al regirse la economía por el criterio de la suma cero: lo que ganan unos pocos ricos tienen que quitárselo necesariamente a los pobres.

Bastantes intelectuales contemporáneos incurren en críticas similares. El periodista y ensayista británico George Monbiot publicó en 2019 un sonoro artículo en The Guardian en el que argumentaba que «la naturaleza misma del capitalismo es incompatible con la supervivencia de la vida en la Tierra». Esas manifestaciones, unidas a la simultánea eclosión del fenómeno Greta Thunberg y a ciertos movimientos globales sobre el cambio climático, generaron un aluvión de adhesiones en las redes sociales que caían en un anticapitalismo desmesurado.

Frente a pronunciamientos alarmistas como el de Monbiot, el renombrado Instituto para la Economía Austriaca Ludwig von Mises -que lleva el nombre del conocido economista liberal- puso los puntos sobre las íes, diciendo que la crítica al capitalismo del escritor de best sellers británico era totalmente infundada. Porque, en primer lugar, desafiaba toda base empírica, ya que constituye una verdad comprobable que -a medida que los países que antes eran comunistas avanzaban hacia mercados más libres- el mundo ha experimentado mejoras notables en los niveles de vida de la gente, mientras que la disponibilidad relevante de recursos agotables ha aumentado, e incluso las muertes relacionadas con el clima han caído en picado con el paso del tiempo.

Y añadía el Mises Institute que incluso si imaginamos un escenario en el que la humanidad tuviera escasez de recursos naturales, la mejor manera de lidiar con la situación sería depender de la propiedad privada y de la regulación de precios impuesta por el mercado. Ambos ayudarían mejor que cualquier organización estatal a organizar la actividad humana para que pudiéramos desplegar nuestros escasos recursos de la manera más eficiente posible. Y remataba: «Culpar al capitalismo por los problemas potenciales de un mundo finito es como culpar a los termómetros por la existencia de la gripe».

El capitalismo, correctamente entendido, es un sistema económico y social que utiliza el capital como medida de valor, esto es, como la cantidad de dinero que alguien aporta o pide prestado para montar un negocio. En términos más genéricos, el capital es el valor de cualquier proyecto productivo, entendido como conjunto de elementos materiales e inmateriales que se unen para desarrollar cualquier actividad. Sin embargo, la aún poderosa influencia marxista en la intelectualidad actual ha convertido el término capitalismo en una palabra apestada, que muchos tratan de rehuir incluso ensalzando las virtudes y los logros del sistema de libre empresa.

Para Marx se trataba de un término oprobioso, relacionado con la codicia y el exceso, y muchos economistas posteriores se han visto condicionados por el poderoso marco mental instaurado por el creador del viejo comunismo. Por eso resulta imprescindible rehabilitar adecuadamente el término huyendo de sus nefastas connotaciones marxistas, que no hacen más que pervertir un sistema que ha resultado altamente beneficioso para el conjunto de la humanidad. Hasta el régimen comunista chino ha tenido que recurrir a la economía capitalista para convertir su país en una potencia mundial.

Las almas cándidas que teclean a diario recurrentes improperios contra el sistema capitalista deberían detenerse un instante y reflexionar sobre algo fundamental. De no haber existido las empresas tecnológicas que fabricaron sus ordenadores, o las que diseñaron y mantienen las redes a través de las cuales interactúan con el resto del mundo, nunca podrían difundir sus ardorosos mensajes. Si las rancias tesis de Karl Marx y Friedrich Engels hubieran triunfado definitivamente sobre la faz de la Tierra, seguiríamos comunicándonos todos mediante simpáticas palomas mensajeras.

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