Ana, Javier, Gregorio
Creo que era el escritor Antonio Tabucchi el que señalaba que en los monumentos dedicados a las víctimas de cualquier violencia debían figurar también los nombres de sus asesinos. Para que no se olvidara nunca quiénes habían cometido la crueldad, cobardía e injusticia de acabar con la vida de una persona, para oprobio perpetuo de su siniestra memoria.
Acorde con esta idea me imagino la entrada al bar La Cepa del casco viejo de San Sebastián, donde Gregorio Ordóñez, teniente de alcalde del Ayuntamiento donostiarra y portavoz del PP en el País Vasco, fue asesinado por la banda terrorista ETA el 23 de enero de 1995, hace ahora treinta años.
Allí podrían estar rotulados los nombres de sus verdugos: Juan Ramón Carasatorre, Zapata, Javier García Gaztelu, Txapote, y Valentín Lasarte, todos ellos miembros entonces del comando o, mejor dicho, la checa Donosti.
Aunque se ignore aún quién de ellos le descerrajó el tiro en la nuca a Gregorio Ordóñez mientras comía en compañía de la valiente María San Gil en aquel local de la calle 31 de agosto, la trayectoria de cualquiera de los criminales de ETA les hace merecedores del recuerdo permanente a su funesta vileza.
Traigo aquella idea de las placas emparejadas de víctimas y victimarios para reflejar mi impresión ante el documental Esta es una historia real, escrito y dirigido por Iñaki Arteta con motivo de este aniversario del asesinato de Goyo Ordóñez, que puede verse aquí.
Colosal es el trabajo cinematográfico de Arteta ante el intento, no ya del silencio y el olvido acerca de la marea sangrienta de ETA, sino del retorcimiento de la memoria de aquella pleamar de sádico fanatismo.
El mundo bilduetarra, que disfruta hoy de las mayores cuotas de poder político que haya alcanzado nunca, incluso con sus manos asidas al volante del Estado y del Gobierno, nunca podrá esconder que las aguas en que ahora remoja plácidamente sus pies son las mismas aguas sangrientas en que ETA ahogó la posibilidad de una alternativa democrática a su poder y su discurso exterminadores en el País Vasco.
Por más que lo intenten, no será fácil que olvidemos aquella forma de hacer política en que no se debatía con el rival político: simplemente se le mataba.
Iñaki Arteta ha levantado en Esta es una historia real, coproducido por la Fundación Universitaria San Pablo CEU y la Comunidad de Madrid, un nuevo monumento para recordar aquellas décadas de plomo y metralla. Y ha vuelto a oficiar magistralmente, como suele, de aquel borgiano Funes, el Memorioso, que era capaz de guardar todo en su memoria, para hacer que nosotros no perdamos esa capacidad de recordar.
La obra de Arteta es, como la memoria de Funes, un gran mosaico de la actividad criminal de ETA y del sufrimiento que provocó. Lo prueba su último proyecto: el registro audiovisual que ha reunido con los testimonios de 500 víctimas.
Arteta cincela en este documental esa placa más que merecida que debía de figurar con el recuerdo de todas las víctimas del terrorismo, donde aparecieran también los nombres de los seres queridos de los asesinados y heridos: sus mujeres, sus maridos, sus hijos, sus hermanos… Por su valentía, su dignidad y su sacrificio permanente. «El sufrir pasa; el haber sufrido no pasa jamás», decía León Bloy.
Pienso en Ana Velasco Vidal-Abarca, Cristina Cuesta, Mikel Buesa, José María y Rubén Múgica, Bárbara Dürkhop, Toñi Santiago, Marimar Blanco, Daniel Portero, Teresa Jiménez-Becerril, Jorge Mota y tantos otros que mantienen viva, tantas veces anudada a la garganta, la memoria de sus familiares ante quienes pretenden olvidarla y su voz ante quienes quisieron acallarla.
La placa cincelada en los cuarenta y un minutos de la última película de Arteta lleva los nombres de la mujer de Goyo Ordóñez, Ana Iríbar, y de su hijo Javier, que tenía 14 meses cuando asesinaron a su padre. Hay más nombres, como el de su hermana Consuelo, o los de sus amigos y compañeros, como Eugenio Damboriena o Álvaro Moraga.
Aparte de los testimonios de María San Gil y José María Aznar, clarificadores del compromiso político, el coraje y la autenticidad de este héroe de nuestro tiempo, el documental va trenzando los recuerdos de Ana Iríbar y las emociones de su hijo Javier, éstas generadas a través de las memorias de los demás: esa materia sutil de la que se nutren las leyendas sobre los seres queridos que nunca has conocido, y que parecería ajena a uno, pero que le pertenece con todo derecho porque uno está forjado de esa misma materia legendaria.
Imborrable es la imagen de Ana Iríbar ante un ventanal, a contraluz, en una hora incierta, cuando recuerda el momento en que sintió que se paraba el mundo cuando supo del asesinato de su marido. Lo son también los instantes en que el silencio se adueña de su voz para seguir expresando, más allá de las palabras, su desolación tantos años después.
Los asesinos de ETA lograron que Goyo Ordóñez no fuera alcalde de San Sebastián, como ya se pronosticaba. Sabían que permitir que el dirigente del PP consiguiera los votos para obtener la alcaldía de una ciudad que consideraban suya, podía ser el principio del fin de su tiranía de terror.
En el País Vasco estaba calando la actitud indómita contra los verdugos y sus cómplices de un tipo normal, divertido y alegre, con ideas claras, con pasión por lo más noble de la política y con la conciencia de que ser valiente, como decía Borges, es lo único en el mundo de lo que nunca nadie se arrepiente.
Aquel asesinato de ETA, como todos los suyos, sigue siendo parte de las cadenas que la banda y sus colaboradores se pusieron en los pies camino del infierno. Tratarán de convencernos de que los ahora llamados «hombres de paz» vienen como amigos. Pero su proyecto de dominación y de exclusión sigue en pie contra la mitad de la sociedad vasca, flanqueado hoy por quienes a su vez han puesto en marcha otro proyecto contra la mitad de la sociedad española con la confianza de que les procure réditos políticos.
Por eso en este trigésimo aniversario de su asesinato ha resonado con más fuerza la voz rotunda de Goyo Ordóñez contra los que abrigan como modelo político la imposibilidad de que exista alternativa a su poder y a su discurso. Por eso nos alcanza más claro que nunca su llamamiento a luchar contra la opresión y la intolerancia, a combatir el totalitarismo, a fortalecer el imperio de la ley como base de la democracia y la convivencia entre ciudadanos libres e iguales.
En el título de este artículo me he figurado esa placa de los Ordóñez Iríbar grabada con sus nombres -Ana, Javier, Gregorio- como si la madre y el padre abrazaran unidos a su vástago, igual que en las fotos de cuando era bebé. Me imagino esa inscripción grabada en algún lugar donde se aviste el horizonte de una España que volvamos a soñar y construir entre todos.
Javier fue un hijo de la esperanza. Porque cuando peor podían pintar las cosas para quienes consideraban como Unamuno que por ser vascos eran doblemente españoles, Ana y Gregorio decidieron mirar confiados a ese horizonte y dar vida en Javier a la certeza de su futuro juntos, contra vientos y mareas.
Es aquella mirada esperanzada de sus padres, que parecía perdida desde aquel 23 de enero de 1995, la que en el filme de Arteta uno descubre que sigue viva, reflejada en la de su hijo, treinta años después.