El ‘caso Trillo’ como epítome de la tontuna popular

Trillo
Federico Trillo en una imagen de archivo.

En el PP ni aprenden, ni aprehenden. Algún día habrá que elaborar una tesis doctoral o un macroestudio socio-psicológico sobre la capacidad de poner la otra mejilla del segundo partido que más años ha gobernado en democracia. Aún recuerdo lo maravillosamente bien que trataba entre bastidores Génova 13 y el Gobierno al Grupo Prisa en la hégira Aznar. Un menda, que entonces era corresponsal político de El Mundo en Moncloa, lo experimentó en carne propia. Mi homólogo de El País, que nunca ha destacado por nada, era premiado con algunas de las más rotundas exclusivas monclovitas pese a sus filias ¡¡¡abertzales!!! El complejo ante la superioridad moral de la izquierda era (y, lo peor de todo, sigue siendo) monumental. Eso sí: del 11 al 14 de marzo de 2004 comprobaron lo gilipollas que habían sido en su intento de ganar la confianza del capo Polanco y aledaños. Les dieron hasta en el cielo del paladar y la candidatura de Mariano Rajoy, que 24 horas antes de la tragedia tenía asegurada la mayoría absoluta en todas las encuestas, tuvo que coger el petate, largarse a la oposición y soportar una dura travesía del desierto.

Tres cuartos de lo mismo ha sucedido esta legislatura. No con un Grupo Prisa que no es sino un triste recuerdo del imperio que fue sino con casi todos los medios en general. La ensalada de bofetadas es de las que hace época. No han tenido un solo día de tregua. Desde los recortes hasta las lógicas y por otra parte merecidas críticas por la gigantesca corrupción heredada, han recibido por tierra, mar y aire. Y ahora que las cosas van excepcionalmente bien económicamente, todo son peros. Que si los empleos que se crean son de baja calidad, que si la recuperación es por factores exógenos (el petróleo y los Qe del Banco Central Europeo), que si el 25% de la población española está sumida en la pobreza o se concentra en el umbral de la pobreza. Les da igual que tres de cada cuatro empleos sean fijos, que el petróleo y los estímulos de Draghi sean un café para todos los 19 miembros de la zona euro (con lo cual, algo hará bien este Gobierno cuando crecemos a más del doble que la media) y que todos los informes internacionales sobre desigualdad coincidan en que España es el tercer mejor país de la UE después de Bélgica e Italia. Si hubiera tantos pobres como afirman los medios, habría disturbios por doquier mañana, tarde y noche.

Los medios y periodistas que antaño militaban metafórica (y no tan metafóricamente) como un solo hombre en las filas del socialismo se han pasado en masa a Podemos. Al punto que cualquier información crítica sobre Podemos no sólo la silencian sino que ayudan a desmontarla personalmente cuando no pueden acallarla porque el río de la verdad se ha desbordado. Son los que ahora conforman, con muchos más embustes que realidades, la opinión pública. Manda bemoles, por ejemplo, que ninguna de las cuatro grandes televisiones, pocas radios y menos aún periódicos estén editorialmente en sintonía con el partido en el Gobierno. Cuando, además, esa costumbre ha generado lamentablemente tantos réditos a los pelotas de turno y a los mamadores de guardia. Podemos, un partido comunista, chavista y amigo de los etarras, tiene barra libre. El PP se pasea por platós, redacciones y estudios pidiendo perdón por existir. Los otros son la religión verdadera y Pablo Iglesias, obviamente, el mesías cuya palabra es dogma de fe.

El caso Yak 42, que los propagandistas de la izquierda se empeñan en denominar por razones obvias «caso Trillo», es perfecto compendio de cuanto digo. Nadie, salvo OKDIARIO, ha contado que el informe que El País dio tamaño liliputiense en portada porque sabían que tenía más trampas que una película de indios lo redactó personalmente Fernando Ledesma. «¿Y quién es este tal Ledesma?», se cuestionarán los jóvenes y los talludos más desmemoriados. Este personaje, al que sus enemigos han tildado proverbialmente de «masón», acusación que él niega vehementemente, fue el primer ministro de Justicia de Felipe González tras su súpervictoria del 82. Y fue él personalmente el que redactó el dictamen en el que se reconoce que el accidente fue el resultado de «un error humano». Cuestión, por cierto, que nadie ha resaltado. Ledesma, que es socialista pero no tonto, no podía discutir ni obviar este punto esencial. Y, como quiera que se le caía el argumentario, decidió meter la cuchara en las ochenta y tantas páginas con una serie de consideraciones personales tan respetables como alejadas de la objetividad y del análisis empírico.

En el PP todos callan. Salvo el presidente del Gobierno que optó por tirar de la ironía haciéndose magistralmente el sueco. Mariano Rajoy apuntó lo que dicta el sentido común: «Esto es una cosa de hace muchos años que está sentenciada». Mejor dicho, pentasentenciada. Ha habido ni más ni menos que cinco fallos (de la Audiencia Nacional y del Tribunal Supremo) que concluyeron que no hubo responsabilidad subjetiva ni en el ministro Trillo ni en el departamento que él dirigía. El magistrado Fernando Grande-Marlaska no tuvo dudas a la hora de archivar el caso en febrero de 2012: «No fueron las circunstancias relativas al estado y mantenimiento de la aeronave las causas, ni directas ni indirectas, del siniestro». No se puede sostener lo mismo de las tarea de identificación de los cadáveres, que sólo cabe calificar de chapuza enciclopédica dolosa o culposa. Al punto que tres militares fueron condenados por falsear documentos oficiales.

Además de todo eso hay que recordar que lo que hace precisamente el Consejo de Estado es exactamente lo contrario de lo que se ha subrayado: desestimar la petición de nuevas indemnizaciones de las familias de las víctimas porque no hay responsabilidad subjetiva de la Administración. Con lo cual lo que se está dictaminando es lo contrario de lo que se está dando a entender. Vamos, que se está dando la razón, al menos en este apartado, a Federico Trillo, a la sazón ministro de Defensa y todavía embajador ante su graciosa Majestad Isabel II. Conclusión: los titulares tendrían que haber sido de otro tenor. Por ejemplo: «El socialista Ledesma responsabiliza a Defensa del accidente del Yak 42».

Y, entre tanto, los gerifaltes del Consejo de Estado más proclives al PP (como su presidente José Manuel Romay o Miguel Herrero de Miñón) no han dicho esta boca es mía. Dejaron que les colaran un gol de campeonato, seguramente porque no se leyeron el montaje que había urdido el artero ex ministro socialista. Tres cuartos de lo mismo sucedió con los barandas populares, que en lugar de empollarse la historia, optaron por tragársela doblada y salir del paso como siempre: pidiendo clemencia de rodillas por existir.

Sostienen los más viejos del lugar que la opinión publicada es la que conforma la opinión pública, que es la que decide cada cuatro años (o cada seis meses) quién rige nuestro destino en común. Pues bien, teniendo en cuenta la nula influencia que el gran partido del centroderecha ejerce sobre la opinión publicada hay que colegir que a medio, largo o corto plazo podemos padecer en este país una democrática dictadura de facto de la izquierda en forma de posmoderno Frente Popular. O quién sabe si un régimen pseudodemocrático comandado por el hombre de los piños color carbón. La acerada y en casos también acertada crítica a PP y PSOE es inversamente proporcional a las flores y las bendiciones que reciben los podemitas. Tienen bula, les perdonan la vida a pesar de lo golfos, incultos e incompetentes que son y son portada positiva permanente en el 80% de los medios. Incluidos algunos que en tiempos no tan lejanos eran liberales de centroderecha. Ya se lo dije a la cara al interesado en el Programa de la gran Ana Rosa: «Si Pablo Iglesias asesina a una viejecita ante 100 personas, 20 cámaras de TV y ocho notarios en La Castellana, todos dirían que la culpa es de la viejecita…». En fin, lo que no sé es cómo el PP puede aún seguir gozando de la confianza de ocho millones de españoles. Y remato la faena con una pregunta sobre la pregunta. Con un interrogante al cuadrado: ¿cuántos votos tendría si la opinión publicada fuera un poco más imparcial, tampoco mucho? Y con otra al cubo: ¿y si sencillamente fuera imparcial?

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