Verano, tiempo de arroz

Arroz verano

El verano nos entrega ese raro privilegio de la dilatación del tiempo. Las horas se estiran como si fueran de otro siglo, invitando a detener el reloj y celebrar el rito laico de la sobremesa larga, de la conversación sin prisa y del paladar atento. Y en esa liturgia de lo estacional hay un tótem culinario que vuelve a alzar su estandarte: el arroz. Noble cereal y espejo del alma mediterránea, que exige técnica y sensibilidad, fuego y reposo, humildad y verdad.

Porque, seamos francos, pocas cosas apetecen más, tras una mañana de salitre y brisa, que una paella compartida, servida al centro de la mesa, donde el socarrat aparece como una caricia crujiente y el aroma del fuego lento (o mejor aún, de la brasa) lo inunda todo de promesas cumplidas.

El arroz, en su mejor versión, no es receta: es un acto de precisión. La elección del grano, la hondura del fondo, el dominio del calor, los tiempos. Cada variable construye un relato. Y en la Comunidad Valenciana lo han convertido en seña de identidad. Nadie como Santos Ruiz, al frente de la D.O. Arroz de Valencia, para ilustrar sobre las variedades como quien habla de castas de vino: el sénia, para los secos con alma de infancia; el bomba, garantía de éxito para iniciados; y el albufera, hijo mestizo y virtuoso de los dos, con su textura firme y generosa absorción de sabor.

La gran cuestión, entonces, es: ¿dónde encontrar hoy un arroz que respete esa ortodoxia y, a la vez, vuele libre con el talento de su cocinero? La respuesta arranca en la terreta, donde el arroz es casi sacramento. En El Pinar, en Alcossebre, se honran los fondos con respeto monástico. En Casa Elías, en Xinorlet, el arroz con conejo y caracoles se convierte en peregrinación telúrica. En Dénia, tanto en El Pegolí, con sus vistas a la bahía y su arroz de rape y gambas, como en El Perelló, donde la ortodoxia es virtud, se alcanza la excelencia.

Y si hablamos de leña y emoción, en Casa Carmela, a un suspiro de la Malvarrosa, se cuece el arroz seco que querría cualquier valenciano de pro. En Restaurante Rioja, en Benisanó, el arroz a leña es casi una declaración de principios. Y para los que buscan una visión más de autor, más visceral, Rafa Margós en Chiva es el sumo sacerdote de la brasa. El grano vibra, se emociona, se enciende. Por su parte, El Portal, en Alicante, aúna glamour, producto y técnica, con Sergio Sierra como maestro de ceremonias de arroces melosos y modernidad bien entendida.

Pero si no hay escapada a Levante, no se inquiete. El arroz ha roto fronteras. En Madrid, capital de todas las cocinas, Berlanga —la casa de José Luis, heredero del cine y del sabor— ofrece clásicos como el de pato con setas. En Saam, técnica, modernidad y un arroz de galones. Y en Rocacho, que ahora estrena sede en Valdebebas, el arroz con carabinero compite con las carnes al Josper sin perder un ápice de carácter.

Por toda España asoman templos de arroz. En Galicia, en La Coruña, El Terreo de Quique vibra con productos atlánticos y caldos memorables; As Garzas, con Caco Agrasar al frente, lo transforma en poesía de sal y alga. En Can Ros, en la Barceloneta, la tradición marinera todavía huele a horno antiguo y a sofrito de abuela. En Málaga, Beluga ha logrado un equilibrio fino entre clasicismo y osadía, mientras que en La Flor, en Alhaurín de la Torre, se maneja con sobriedad y tino. En Sevilla, Manolo Mayo, en Los Palacios, lleva años demostrando que el sur también sabe mecer el grano con sabiduría.

Verano y arroz, entonces, son alianza perpetua. Ya sea seco, meloso o a la brasa, lo importante es que esté bien hecho, con caldo de verdad y grano de elección precisa. Porque en esa cucharada humeante no sólo se cuece un plato: se cocina también el recuerdo, la conversación, la amistad. Y pocas cosas hay más importantes en esta vida que comer bien y hacerlo acompañado.

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