GOBIERNO DE ESPAÑA

La ley de la II República que inspira a Sánchez: «Prohibido difundir noticias que quebranten su crédito»

La Ley de Defensa de la República (1931) abría la puerta a sancionar y detener a periodistas críticos

Pedro Sánchez
Pedro Sánchez y Manuel Azaña.
Pelayo Barro

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no ha dimitido como insinuó que haría la pasada semana. Se queda, pero lo hace con el compromiso de emprender una «regeneración» ante la supuesta amenaza que los jueces independientes y medios críticos suponen para la democracia, identificada con su Gobierno. Entre la oposición, se recuerda que los propósitos de Sánchez parecen inspirados en la Ley de Defensa de la República de 1931. Una norma que abría la puerta a suspender la venta de ciertos periódicos incómodos para el Gobierno, a prohibir cualquier «difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz», y a sancionar -y hasta detener y deportar- a periodistas críticos.

En octubre de 1931, una recién nacida II República, con sólo seis meses de existencia, apostó decididamente por atropellar los derechos fundamentales individuales en su objetivo de proteger un supuesto bien mayor, que era el nuevo orden político. Así surgió el proyecto de Ley de Defensa de la República que la izquierda diseñó y puso en marcha. Las primeras víctimas de aquella «regeneración» republicana fueron, precisamente, los medios de comunicación. Los periódicos y las incipientes cadenas de radio del momento.

Tras esos seis primeros meses de República, un nuevo Gobierno presidido por Manuel Azaña -en sustitución del dimitido Niceto Alcalá-Zamora- ponía a los periódicos en su punto de mira tras haber sido objetivo de sus críticas. Según defendió Azaña en su discurso de presentación del nuevo Gobierno ante las Cortes,  la República tenía «derecho a ser respetada, y si no fuese respetada, el Gobierno la hará temer». En esencia, lo mismo que ha trasladado Pedro Sánchez sobre la «democracia».

«Suprimir periódicos derechistas»

Sobre la mesa estaba, en ese momento, una inminente Ley de Defensa de la República que apuntaba como desestabilizadores del sistema a organizaciones de extrema derecha, a jueces incómodos, a políticos de la oposición y a medios y periodistas críticos. El propio Azaña, en una reunión del anterior gobierno dos meses antes, había dibujado su plan: «Propongo una política enérgica, que haga temible a la República, en la seguridad de que, en cuanto empiece a ponerse en práctica, el volumen ahora creciente de la inquietud y la alarma se reducirá a nada… Les digo que hay que comenzar suprimiendo los periódicos derechistas del Norte, y quizás los de Madrid».

El texto final de aquella Ley de Defensa de la República, aprobada el 21 de octubre en las Cortes Constituyentes, permitió al Gobierno disponer de una herramienta para «hacerse respetar» al margen de los tribunales contra quienes cometieran «actos de agresión contra la República».

El texto de la norma, que a día de hoy puede consultarse íntegra en los archivos del Congreso de los Diputados, recogía en su artículo Primero que «son actos de agresión a la República y quedan sometidos a la presente Ley» una serie de acciones y actos como la «difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público» (artículo 1.3). También se perseguiría (artículo 1.5) «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado».

Perseguidos y deportados

El régimen sancionador de aquella ley marcaba que la decisión de imponer cualquier castigo partía directamente del Consejo de Ministros. En el caso de los periódicos, era el Ministerio de la Gobernación (el equivalente actual a Interior) quien tenía potestad para suspender su licencia de distribución.

Meses más tarde, el balance de aquella Ley de Defensa de la República era demoledor: periódicos cerrados, organizaciones sindicales prohibidas, detenciones y multas. Cientos de personas fueron deportadas a Guinea Ecuatorial y al Sáhara. Entre quienes sufrieron esta Ley también había miembros de la Justicia: al juez  Luis Amado, por ejemplo, se le suspendió por dos meses de empleo y sueldo por haber dejado en libertad condicional a un presunto pistolero contrario a la República. En 1932, el Gobierno envió telegramas a diversos gobiernos civiles pidiéndole listas de personas enemigas o incómodas para la República.

El propio Azaña, tiempo después, reconocería ante las Cortes lo drástico de esta normativa, pero también los efectos de pacificación social conseguidos con ella: «Esta ley es una ley de excepción, claro está… Pero hay necesidades dolorosas, señores Diputados. La experiencia ha probado una cosa, que yo me atreví a anunciar desde estos bancos cuando propuse a las Cortes la aprobación del Proyecto de Ley, y es que ha bastado la promulgación de la Ley y el conocimiento público de que había un Gobierno dispuesto a aplicarla cuando fuera menester para que la Ley haya ofrecido sus beneficiosos efectos de calma y de paz».

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