El silencio de Dior
La exposición más ambiciosa realizada en Londres del modisto francés Christian Dior está a punto de clausurarse. Esta muestra se presentaba como una oportunidad única para acercarse a su sólido lugar en la historia de la moda europea; un lugar que, con la perspectiva que ya tenemos, está perfectamente definido. Fue el cielo de Nueva York el que justificó el éxito de este hombre. Su fino instinto afirmó la construcción simbólica de una cultura urbana cosmopolita, que, partiendo de Europa, se desarrolló plenamente en Norteamérica. Entendió con precocidad las nuevas necesidades sociales de una mujer que había sufrido un brusco cambio en su identidad colectiva. Su sensibilidad personal coincidió felizmente con la general, adquiriendo así la fuerza de una consigna.
En su momento –e, incluso, en la actualidad-, sus modelos se vieron como la imagen de un sueño. Definió con su aguja el triunfo de la seducción femenina, de la single lady, un modelo de feminidad que no se entendería sin el transcurso de la II Guerra Mundial. Sus diseños representaron a la mujer activa, segura de sí misma, rabiosamente altiva, cuya natural elegancia le era congénita y que no se realizaba solamente en su papel de esposa y madre. Aquello se vivió como una necesidad después de la catástrofe internacional, por la que la mujer había tenido que acceder al mundo laboral para ocupar los puestos que los hombres abandonaban al ir al frente de batalla. La moda había quedado eclipsada. La nueva firma suponía una suerte de ansiado renacimiento. Con Dior retornaba el arte de agradar, y lo más importante: su esencia seguía procediendo de París.
En esta intención, hubo diferentes discursos, algunos más extravagantes, como el de Elsa Schiaparelli; otros más cómodos, como los de la dama del punto; pero, en general, la moda de aquellos años de inquietudes, molestias y entusiasmos fue el reflejo de las nuevas exigencias impuestas por la realidad emocional de posguerra. La muñeca Barbie nació en este contexto, por el que había que reconducir el papel de la mujer en la sociedad. Hacer tartas, mientras se esperaba al marido ideal, o pasar la aspiradora con un peinado impecable debían volver a ser tareas atractivas para todas esas mujeres que habían tenido que salir de casa a trabajar y, ahora que sus maridos habían regresado, estaban obligadas a retomar la vida doméstica. Éste fue el papel domesticador de la mítica muñeca rubia, y éste es el contexto en el que triunfó Dior.
La exposición que ahora se clausura en el Victoria & Albert Museum es una retrospectiva correcta del modisto francés. Uno encuentra lo que espera encontrar, y la abandona con la satisfacción de haber visto lo que esperaba ver. Sin embargo, creo que hay que empezar a plantear estas oportunidades, y las grandes inversiones de tiempo y dinero que conllevan, para analizar y aportar nuevas visiones. Enseñar sus colecciones basándose en una línea conceptual, o cronológica, o temática es algo en exceso facilón. No digo que no sea correcto y de lectura sencilla para el público en general, pero intrascendente para la historia de la cultura.
No trato aquí de aspectos museográficos, pues, en este sentido, todas las artes confluyen en un conocido anacronismo, que, si bien es difícil de modificar, parece que los especialistas poco a poco van buscando salvar con distintas alternativas. En cambio, el planteamiento del discurso expositivo sí puede ser reconducido sin necesidad de variaciones en presupuestos ni en reglas museográficas. En lugar de hacer una secuencia plana y evidente, se podría haber jugado con el contexto o, más interesante aún, haber realizado una comparativa con otros lenguajes contemporáneos dentro del mismo mundo de la moda, consiguiendo así ubicar con claridad el papel que jugó este encantador francés, que puso imagen a la nueva mujer americana. En definitiva, se trata de una aceptable propuesta expositiva, que, como tantas otras, pasará sin pena ni gloria por los anales de la moda.
Clara Zamora Meca es doctora en Historia del Arte, profesora universitaria y periodista.
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