El foco de María Zabay

Enrique Arce: «Me arrepiento de no haber formado una familia»

"Lo que tenga que venir, que venga. Ya no salgo a buscar"

"No quiero hacer cosas que no rimen conmigo"

"Nunca he querido un plan B"

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Llega al plató de EL FOCO con la resaca de haber compaginado, hasta hace apenas dos días, el rodaje de una película y de la archiconocida serie americana The Walking Dead. Hoy le quedan unos capítulos de la serie, y todavía arrastra el cansancio. Enrique Arce –o Arturo Román para millones de seguidores de La Casa de Papel– sonríe y bromea: es la primera vez que sobrevive a dos rodajes seguidos con más de cincuenta años. «He aprendido la lección», dice entre risas.

Padre ingeniero, madre comadrona, él siempre fue el niño que bromeaba e imitaba en casa, pero en clase se escondía tras una timidez feroz. Cree que todo fue una forma de compensación: convertir la inseguridad en desparpajo. «Me he pasado de videojuego», dice con ironía. Su carrera comenzó con una historia de las que suelen sonar a invención, pero que en su caso fue cierta: acompañó a su novia valenciana a un casting, lo invitaron a probar suerte, y mientras ella quedaba descartada, él era seleccionado.

«Nunca he querido un plan B», ha vivido con ese axioma, desde el primer día. Y sus padres fueron muy comprensivos. Después de cuatro años de universidad privada, Enrique le dijo a su padre que quería apostar todo a la interpretación e irse a Nueva York a formarse, y su padre, lejos de prohibirle o enfadarse, le apoyó. «Nunca he pensado que me podría ir mal», por eso, y porque estaba seguro de su pasión, se negó a dejar amarres, opciones alternativas. Ese consejo es hoy el que ofrece a los hijos de sus amigos; el de «apuesta de verdad, sin red». Si hay plan B, nunca habrá plan A.

Admite que creía que la gloria estaba en otro sitio: en Hollywood, en el reconocimiento… y que quizá eso tenía que ver con carencias. «La felicidad está donde la encuentras, raramente donde la buscas. Yo me quería validar, tener el reconocimiento de los demás, y cuando lo tuve me dije y ahora qué. Había confundido la dirección». En ese «nunca es suficiente» se descubrió incluso actuando junto a gigantes como Jennifer Aniston, Adam Sandler o Kate Winslet, y comprendió que aquello no lo convertía en mejor actor: sólo en alguien que estaba allí. Al final, lo que guarda son otros momentos.

Está en el momento de recolocar todo. Reconoce su deuda pendiente con la escritura, un territorio en el que sintió conexión con su esencia cuando publicó en 2018 su novela La grandeza de las cosas sin nombre.

«Voy a seguir actuando, pero tengo que ser más selectivo», anuncia. «Los actores, salvo contadas excepciones, atraviesan épocas jodidas», y en ese vacío aparece lo que llama el «síndrome del ‘Y si…’». Y si me quedo sin trabajo, y si no me vuelven a llamar». Por miedo a ese vértigo, ha aceptado papeles de los que luego se arrepintió. La casa de papel le sirvió como filtro: después de Arturo Román le llegaron decenas de clones, y empezó a decir no.

Se reconoce «tremendamente melancólico y nostálgico». Habla del papel que más ha disfrutado, de aquello de lo que está más orgulloso, de cómo gestiona el ego y dónde coloca hoy su ambición. Conversamos sobre delirios de grandeza, infancia, arrepentimientos, el mundo que ha cambiado y hasta sobre la presión que reciben los actores para apoyar movimientos políticos y las consecuencias de hacerlo (o no).

Terminamos con una reflexión que es una lección: «No quiero hacer cosas que no rimen conmigo» y con su regalo diciéndonos que, entre las pocas cosas que hoy logran arrancarle una sonrisa, esta conversación se ha convertido en una de ellas.

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