Armengol: del fracaso al poder

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El ascenso de Francina Armengol desde la presidencia del Govern balear hasta la presidencia del Congreso de los Diputados es uno de los movimientos políticos más llamativos de los últimos años. Haber perdido las elecciones autonómicas en 2023 y, apenas semanas después, ocupar la tercera autoridad del Estado no es sólo una cuestión de oportunidad, sino un reflejo del modo en que el poder se perpetúa incluso cuando la ciudadanía ha retirado su confianza.

Su trayectoria política está marcada por un patrón reconocible: una gran capacidad para mantenerse en la primera línea institucional pese a los reveses electorales y una habilidad singular para tejer alianzas con quienes pueden sostener su posición. Así ocurrió en Baleares, donde gobernó durante ocho años gracias a apoyos de partidos nacionalistas y regionalistas, y así ha sucedido en el Congreso, donde su elección fue posible gracias al voto decisivo de fuerzas independentistas.

Las imágenes que la muestran sonriente junto a Puigdemont o a dirigentes de ERC no son simples anécdotas: reflejan una sintonía política que trasciende lo protocolario. Armengol ha cultivado esa cercanía con el independentismo catalán y la ha convertido en su trampolín institucional, presentándose como figura «dialogante» cuando, en realidad, su papel ha sido el de mediadora entre los intereses de quienes cuestionan la unidad del Estado y los de un Gobierno que necesita su voto para sobrevivir.

Esa lealtad ascendente ha tenido consecuencias. Baleares, su laboratorio político, quedó al final de su mandato sumida en una parálisis evidente. Su gestión fue un simulacro de gobierno: ocho años de promesas, comisiones y planes estratégicos que rara vez se materializaron. La vivienda, la gran urgencia social de las Islas, se convirtió en el ejemplo paradigmático de la inacción. En cambio, la maquinaria administrativa se mostraba sorprendentemente ágil cuando se trataba de beneficiar a aliados políticos o empresariales vinculados al propio partido. En ese contexto, el nombre de Koldo García -intermediario en la trama de las mascarillas- resuena como un recordatorio incómodo de hasta qué punto las redes internas pudieron condicionar la gestión del dinero público.

El llamado caso Hat Bar, en plena pandemia, marcó el punto de inflexión en su imagen pública. Ser vista en un local de ocio de madrugada, mientras regían sus propias restricciones, simbolizó el doble rasero de una política que predicaba sacrificio mientras se permitía excepciones. El posterior intento de borrar el rastro de las cámaras mediante llamadas desde la administración añadió un matiz de impunidad que ningún manual de buen gobierno podría justificar. Aquel episodio no fue sólo una falta ética: fue un error institucional que anticipó la deriva posterior de su mandato.

Tampoco ayuda su entorno personal más cercano, donde confluyen figuras con intereses empresariales y conexiones políticas que, al menos desde la óptica de la transparencia, deberían haber sido delimitadas con mayor rigor. El principio de imparcialidad en la gestión pública no se mide sólo por la ausencia de delito, sino por la capacidad de evitar la apariencia de influencia o trato de favor. Armengol, en este sentido, no lo consiguió.

A ello se suma el deterioro económico y social con el que dejó Baleares: deuda disparada, problemas estructurales en vivienda y sanidad, e índices de satisfacción ciudadana en mínimos. Su sucesora recibió una administración agotada, más pendiente de la agenda de partido que de la gestión de los servicios públicos. Pero Armengol, lejos de rendir cuentas, ascendió. Hoy ocupa una presidencia que exige neutralidad, pero que ejerce desde la obediencia partidaria, como si la Cámara Baja fuese una prolongación del Consejo de Ministros, con pinganillos y gastos millonarios en traducción simultánea para contentar a sus socios separatistas, no sea que se enfaden.

Desde la perspectiva del Derecho público, su caso ilustra cómo el poder político puede transformarse en un circuito cerrado, donde la responsabilidad desaparece y la rendición de cuentas se disuelve entre pactos y silencios. Armengol no es sólo un ejemplo de supervivencia política; es la prueba de que en España aún se puede perder el gobierno y, sin embargo, ascender a las más altas cotas del Estado sin ofrecer una sola explicación.

El tiempo dirá qué revelan las investigaciones abiertas de la UCO y si su nombre acaba ligado de forma más directa a las tramas que hoy acechan su legado. Pero la frase que resuena, irónica y amarga, resume mejor que ninguna su etapa y su estilo: «Cariño, te mantengo informada».

  • Eduardo R. Luna es abogado y profesor de Derecho.

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