Yo no lamento el suicidio del etarra

Yo no lamento el suicidio del etarra

No por conocido ni sabido deja de ser menester recordar lo que la gran Margaret Thatcher espetó a la Cámara de los Comunes cuando le preguntaron en 1981 por el suicidio en prisión del norirlandés Bobby Sands, miembro del IRA, la banda terrorista gemela de ETA. La premier británica, la mejor desde Churchill, poco dada a los eufemismos y al mierdoso buenismo, fue clarita para variar: “El señor Sands era un criminal convicto [entre otras cosas, el tipejo había puesto varios coches bomba] que eligió llevarse su propia vida. Una opción que su organización no dejó tomar a sus víctimas”. Más claro, agua.

La mismísima Maggie fue igual de concluyente cuando en el mismo Parlamento de Westminster la volvieron a interpelar siete años más tarde por la muerte a tiros por un comando del SAS, las prestigiosas fuerzas especiales británicas, de tres terroristas del IRA que estaban en Gibraltar con 25 kilos de explosivos y no precisamente para montar un espectáculo de fuegos artificiales. Prensa y diputados pidieron explicaciones con esa pelmaza insistencia que aparcan cuando la víctima es un miembro de las fuerzas de seguridad o un militar. Ya se sabe: para parte de esta banda de progres los derechos humanos de policías o soldados son de segunda o tercera categoría, para la otra simplemente no existen. Leal a sus hombres, consciente de que obviamente ella había dado el nihil obstat a la operación, la mujer que cambió el mundo en los 80 fue tajante: “Yo disparé”. Y colorín, colorado, el cuento se acabó porque, obviamente, nadie se atrevió a meter mano a la poderosísima y votadísima política de Lincolnshire.

Pedro Sánchez no es ni será Margaret Thatcher en 70 reencarnaciones. Está a años luz de la hija del tendero en todo: en preparación, ella era doctora en Químicas por Oxford y luego se licenció en Derecho, él es economistilla y titular de un doctorado robado; en ética, éste no le dice la verdad ni al médico porque es un mentiroso patológico, ella iba siempre de frente y decía lo que pensaba gustase o no; y no digamos ya en respeto a la historia de su nación y a sus costumbres democráticas. Y así como el primero pactaría con Bin Laden si dependiera de sus votos para mantener una poltrona a la que accedió en condiciones sospechosas, la segunda tenía rotundamente claro que con los terroristas y sus apéndices políticos no se puede ir ni a heredar. Ni siquiera la Margaret Thatcher demenciada hubiera osado jamás aceptar los votos del Sinn Féin, el brazo político del IRA, para mantenerse en un Downing Street del que se largó a cuenta del poll tax porque prefirió anteponer sus principios al poder. Como ella se encargaba de recalcar cada dos por tres, «la debilidad nunca es rentable cuando se trata de hacer frente al terrorismo internacional”.

Lo de Pedro Sánchez el martes pasado en el Senado fue el gran día de la infamia de nuestra democracia, una jornada que marcará un antes y un después en el consenso frente al imperio del mal. Un día para el que este indeseable nos había estado preparando durante meses, desde que en agosto de 2019 lograse la abstención de Bildu para permitir que su correligionaria navarra María Chivite birlase a Navarra Suma la Presidencia Foral que le habían ganado en las urnas. El siguiente mojón en el camino a la vileza llegó en esa investidura de enero que superó gracias al masaje dialéctico que hizo a la proetarra Mercedes Aizpurúa. “No hay que diferenciar entre buenos y malos en el País Vasco”, declaró, con un par, el hombre que rige los destinos de nuestro país, además de poner a caldo a un PP al que acusó de “valladar” y “reaccionismo [sic]” en la cuestión vasca. ¡Ah, bueno, se me olvidaba! También calló ante los insultos y las calumnias que la pajarraca de Bildu dedicó al Rey.

Los constitucionalistas pensábamos que lo habíamos visto todo con este tío pero estábamos profundamente equivocados. Para empezar, porque jamás pensamos que llegase a lamentar públicamente el suicidio de un terrorista. Y, para terminar, porque tenemos la mala costumbre de reincidir compulsivamente en el error de minusvalorar su capacidad para el mal. Sus palabras no dejan lugar a dudas sobre el pacto del presidente con los asesinos de 856 compatriotas, 11 socialistas entre ellos. “Me quiero referir al caso de Igor González Sola, el preso de la banda ETA que se suicidó la semana pasada en la cárcel donostiarra de Martutene. Y, antes de nada, quiero decir algo obvio: lamentar profundamente su muerte. Lo lamento», apuntó para indignación de todos los españoles de bien, incluida la mayoría de la militancia socialista, incluidos muchos de sus representantes en la Cámara Alta. Ojo a la semántica: no lo lamentó a secas sino que lo hizo “profundamente”, adverbio que pronunció con un énfasis especial, regodeándose, tal vez satisfecho porque acababa de contentar a sus jefes bilduetarras.

Imagino lo que pensaron desde Felipe González hasta Alfonso Guerra, pasando por José Barrionuevo, José Luis Corcuera, desde el más allá el ejemplar Toni Asunción o Juan Alberto Belloch, gente que tuvo que hacer frente a la banda terrorista en tiempos en los que segaban la vida a no menos de 50 personas al año. Y tengo meridianamente claro que Germán González, Enrique Casas, Vicente Gajate, Fernando Múgica, Fernando Buesa, Juan Mari Jauregi, Ernest Lluch, Froilán Elespe, Juan Priede, Joseba Pagazaurtundúa e Isaías Carrasco se revolvieron en sus tumbas. ¿Y quién son estas personas, muchas de ellas desconocidas para el gran público porque la memoria histórica de ETA se está borrando? Pues, simple y llanamente, los socialistas muertos a manos de los compañeros de Igor González Sola. Por no hablar del mix de indignación e impotencia que debió sufrir Marimar Blanco, cuyo hermano fue secuestrado, torturado y tiroteado a cañón tocante por el mismo comando Donosti al que pertenecía el hijo de Satanás suicidado. Sencillamente repugnante.

Especialmente sangrante es la afrenta a la familia de Joseba Pagazaurtundúa, que fue abatido en el bar Daytona de Andoain en 2003 por pistoleros del comando Donosti, al que en ese mismito momento pertenecía el malnacido que se suicidó en la cárcel de Martutene. Imagino el desánimo de Maite Pagaza al contemplar cómo el presidente del Gobierno, del mismo partido al que su hermano y ella pertenecieron, se ponía del lado de uno de los miembros del grupo que se llevó para siempre a Joseba. Como intuyo la cara que se le quedó al también socialista Eduardo Madina, al que Iker Olabarrieta, compañero en el Donosti de Igor González Sola, puso la bomba lapa que le seccionó una pierna siendo un chaval apenas un año antes.

Por no hablar de las otras 845 personas cuya memoria deshonró este tío que ha rebasado todos los límites habidos y por haber y que por ello acabará entre muy mal y peor. Su colegueo le convierte definitivamente en el gran abogado defensor de ETA, un disparate de consecuencias incalculables que, entre otros daños colaterales, romperá definitivamente un PSOE que no es ni la sombra del partido constitucionalista, transversal y auténticamente democrático que fue. Después de esto y los pactos con los golpistas catalanes ya nada queda de ese Partido Socialista de la era felipista, al que votaban cientos de miles de españoles de derechas porque no metía miedo y en lugar de dividir, unía. Este Partido Socialista de Pedro Sánchez recuerda setenta veces siete más al del malvado filoestalinista Largo Caballero que al de los 202 diputados de Felipe González.

En el fondo, lo que pretenden Sánchez, su socio Iglesias, su coleguita Junqueras y sus amigos de ETA es borrar la memoria histórica de la banda terrorista, eso sí que es memoria histórica y además calentita. Que parezca como si ETA no hubiera existido o como si hubiera sido una guerra de malos contra malos, como si los demócratas caídos fueran igual de bastardos que los hijos de puta que les disparaban, les hacían saltar por los aires, les mutilaban, les torturaban, les secuestraban, les extorsionaban o les obligaban a tomar el camino del exilio para salvar su vida. Que aquí no pasó nada. Que los policías, guardias civiles, militares y civiles algo habían hecho. Que ETA fue, como decían muchos capullos periodistas extranjeros, poco menos que un grupo independentista, antifranquista o un ejército de liberación. Yo no lamento que el malnacido de Igor González Sola se quitase la vida, como mucho deseo que Satanás lo tenga en su gloria. Y, mientras tanto, me pregunto a qué esperan los socialistas de bien, que son la mayoría, para cantarle las cuarenta al amigo de los etarras y enseñarle la puerta de salida. Por definición, un presidente del Gobierno no puede ponerse nunca del lado de los terroristas o sus amiguetes, ni mucho menos ser su socio, y si lo hace, se tiene que ir o lo tienen que ir. Espero que los González, Guerra y cía contribuyan a que este tipejo amoral no se salga con la suya, que no es otra que reescribir la historia para mantener sus posaderas en la poltrona monclovita. Hoy, quién nos lo iba a decir, debemos gritar tan alto como en los malos tiempos la frase que empezó a cambiar la historia tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco: “¡Basta ya!”.

*En memoria de Begoña Urroz, la primera víctima mortal de ETA en 1960, Diego Salvá y Carlos Sáenz de Tejada, las dos últimas en 2009, y las 853 personas que entre medias fueron asesinadas por defender la democracia y la libertad.

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