La ultraizquierda pretende estallar España
La izquierda sabe muy bien lo que hace: si no hay votos que haya violencia. Claro está que tras una afirmación como ésta vendrán los políticamente correctos para plantear un par de descalificaciones: la primera, que no todos los militantes de ese espectro ideológico son los bárbaros de Vallecas ahora, o de Vic en el mes de febrero. La segunda, que la izquierda del PSOE y Sánchez nada tienen que ver ni con los disturbios, ni con sus promotores. Bien, pues por ahí no paso. Hablo en primera persona para escribir a continuación estas tres cosas: que la Policía mandada por ese ministro ilegal, Marlaska, ya en varias ocasiones, la última vez en Madrid el pasado miércoles, no ha protegido en absoluto la libertad de un partido político para exponer sus ideas y sus planes allá donde le parezca más adecuado. Desde este punto de vista, el Gobierno de la nación se ha comportado como cómplice de los atracadores que apalean a los militantes de una formación legal. Pero es que además -y esto es nuclear- los atacantes de la ultraizquierda son socios de fortuna del Gobierno de Sánchez, por eso ni éste, ni sus colaboradores han sido capaces (como tampoco lo fueron en Cataluña) de condenar sin ambages la conducta violenta de sus aliados.
Hay por último otro elemento que culpabiliza directamente a los sembradores de odio. Los conmilitones de Sánchez, Iglesias y sus tropa de indeseables, llevan desde que aparecieron excitando a sus masas contra quienes, sólo por eso, no piensan, ni actúan como ellos. Durante esos años, Iglesias, su pareja Irene Montero, Echenique y demás ralea, han estado atizando la rabia violenta de toda una comunidad, la de la ultraizquierda, contra la derecha más exigente, por más que ésta se radicalice antes con planteamientos políticos inasumibles, pero nunca cercanos a la mínima expresión de violencia. La Transición, con mucho esfuerzo, con gran piedad, por qué no decirlo así, cerró de las bocas de los españoles cualquier apuesta por el odio. Pues mal: el odio ya es una característica muy señalada de la actual vida española. Desde las Cortes a la calle, la inquina, la saña, el rencor, el aborrecimiento, son los puñales que se esgrimen como principal argumento de oposición. Algunos venimos advirtiendo que estamos a punto del enfrentamiento civil, si es que ya no hemos caído en él. La ultraizquierda, camelada por el PSOE, está dispuesta a articular esta campaña para las elecciones del 4 de mayo, como una ocasión para borrar del mapa a los que considera no ya sus rivales políticos, sino directamente sus enemigos políticos.
Así están las cosas en que, según se escucha en casi todas las tertulias del país, estamos a punto de estallar. Hace años, la izquierda ya ensayó otra oportunidad como ésta. Se debe recordar que en la campaña para elegir a un alcalde de Madrid, el ala más radical del PSOE, se opuso a la alternativa de Alianza Popular llevando hasta extremos insólitos la agresividad contra el aspirante de este partido. Él tuvo que soportar, también curiosamente en Vallecas, la acometida de vándalos como los de ahora. La historia ha dado un giro radical y el ayer agredido, Jorge Verstrynge, forma parte, en su facción más extrema, de los que atacan a Vox. Naturalmente que aún se han escuchado reacciones llegadas de este ámbito que inculpan e insultan a los apaleados por actuar como provocadores. Echenique, segundo de Iglesias, ha tildado de “pijos” e “incitadores” a quienes usan su libertad para expresar sus propuestas donde quieran y como quieran.
Es momento de asegurar que Sánchez está alimentando esta radicalidad por su concomitancia con estos indeseables que, encima, cobran de nuestros impuestos asentados en el Gobierno de coalición, y que, a mayor abundamiento, excita los ánimos rompiendo la sociedad española en dos mitades, y gobernando sectariamente para unos en detrimento de los demás. Estamos colocados en el límite de la confrontación, un límite que cada vez hay que contemplarlo con mayor preocupación. No parece que en los próximos días la ultraizquierda rebaje la intensidad de sus arremetidas, de sus asaltos, antes bien existe la impresión que, constatado como tienen que Madrid no es su plaza, que no es el centro donde puede instalar su revolución soviética o caribeña, ¡qué más da para el caso!, intenten alterar la calle hasta que la paz no sea posible. Por más que pretendamos edulcorar la realidad o disimular, esta es la panorámica que se otea desde la mayor de las inquietudes. Esto está a punto de estallar; la prueba más evidente la hemos vivido esta semana en la capital de España. La reconciliación en nuestra primera democracia de los setenta, ha sido sustituida por el odio. Son los políticos los que exaltan a las masas y no al revés. Para los fines de esta ultraizquierda abisal que soportamos, la libertan no existe, o al menos no existe la de los demás. Su plan es articular un sistema donde toda arbitrariedad sea posible, donde los no creyentes sean demolidos como bichos incómodos. Si para eso falta que explote el país, no importa: que explote. Ya no estamos en el embrión de esa terrible sociedad, nos encontramos insertos en su gestación. La ultraizquierda pretende que España estalle. Los sucesos de esta semana lo previenen: estamos a punto.