Sor Estado
Yo respeto y admiro a la gente que nunca prueba el alcohol, con esa admiración no del todo precisa, donde una no tiene muy claro si admira o se inquieta. Ya saben, como con esos amigues que se precian de ducharse con agua helada en invierno (yo tuve une), que al parecer favorece la circulación; como con los que se toman el café o el té sin edulcorar o salen a correr todos los días a las 6 de la mañana, o esas madres perfectas que habitan nuestros grupos de WhatsApp que conocen y controlan, como diablos, todos los pormenores del colegio y están serenamente casadas con los papis que graban la función de navidad completa… ¿Serán las mismas personas las que ostentan todas esas cualidades juntas para que nosotros luego analicemos si nos producen fascinación o repulsa?
Y no lo digo yo, ¿eh? “Aquel a quien no le gusta el vino, ni el amor, ni el canto, será un necio toda su vida” decía Lutero. Pero queridos, hay cientos de enfermedades vinculadas a la bebida: cáncer, cirrosis, problemas digestivos y cardiovasculares. ¿Sabían que las muertes derivadas del abuso del alcohol superan largamente las causadas por las drogas? Cuenten con afecciones físicas, psíquicas, accidentes de tráfico, violencia doméstica o callejera, suicidios y otros actos hetero o autolíticos.
Por eso, yo con un ojo abierto y otro cerrado, con el ceño fruncido y la falda remangá desde Santurce a Bilbao, acepto y valoro la (castradora) sanísima intención de la nueva Estrategia de Salud Cardiovascular para los españoles que trae de cabeza estos días al Ministerio de Sanidad, con todo el jaleo de los menús “sin”. Porque en España está peor visto no beber que abusar del alcohol con miradas de desaprobación por todas partes, donde serás el enemigo, el topo, el infiltrado… ¡Toca hacer algo! ¿no?
Según los expertos internacionales más eminentes en asuntos de adicciones y sustancias ser alcohólico es básicamente vivir en España, chupito arriba, chupito abajo. Lo cierto es que aquí el bar, como ustedes saben, es un espacio físico, pero sobre todo mental, profundamente arraigado en la idiosincrasia de las gentes, y el alcohol, un catalizador relacional que ha llegado a parecernos incluso una costumbre saludable: “Qué beneficiosa para la circulación es una copita de vino en las comidas”… ¿Creen ustedes que existe un solo vertebrado que tragándose ese eufemismo no se pase por el gaznate las otras cuatro copitas hasta dar con la botella completa en el contenedor de vidrios?
Y no voy de maestrilla… A mí me encanta beber, pero intento hacerlo con moderación (creo) porque también me gusta estar sobria (y delgada) y el alcohol mata, pero algo mucho más terrible: hincha y enfofa.
¿Ustedes beben amigos? Analícense con rigor ¿cuánto beben de media a la semana? Y no respondan: ¡Lo normal!
Dylan Thomas, bebedor y escritor británico que les recomiendo, decía «alcohólico es quien bebe tanto como nosotros, pero nos cae mal». Mi querido Ramiro Villapadierna me dijo en cierta ocasión que uno siempre es un bebedor moderado y que, no obstante, son los amigos los que van concibiendo la extraña manía de que uno es alcohólico (naturalmente pronto ex-amigos, ex anfitriones, ex parejas…).
Destaquemos que hay beberes y beberes, ¡elijan el suyo!: está el beber moderado y alegre del aperitivo del domingo, está el beber festivo, abusivo y despreocupado del evento o de la boda y está el beber porteño y autolítico del despechado (o la despechada). Lo peligroso es normalizar el uso del alcohol como ansiolítico. Este es el bebercio que todos deberíamos esquivar, aunque no ayude mucho la situación de alarma global ni esta izquierda tan opresiva…
Personificando a la izquierda, me la imagino como una mujer enjuta e insatisfecha, para la que los cuidadanos somos como un grupo de pubertos hormonados que enderezar, unos novicios que, en este caso, fuman a expensas y a espaldas de Sor Estado.
Me encantaría no beber nunca, pero este Gobierno no me lo pone fácil siendo como soy, de naturaleza insurrecta, subversiva, más aún si la norma procede de intelectualmente dudosa potestad, de intransigencia mesiánica, puritanismo sin fisuras y agotadora adustez.
También me encantaría dejar de fumar para siempre… porque cada día la institutriz gubernamental nos estrangula más a los fumadores cuando Hacienda debería lanzarnos besos, flores, sostenes y bragas (como las fans de Jesulín), que, quitando la primera calada de cada cigarrillo, todo son impuestos. Sanidad, por su parte, tendría que reconocer públicamente que los fumadores (y bebedores) somos un ejemplo, ciudadanos modélicos entusiastas, hedonistas… Y tenemos el buen gusto de morirnos, no como los de la cúrcuma y las lentejas con kale y tofú. ¡A ver cómo dejan estos la bolsa de las pensiones!