Santidad… ¿Y España para cuándo?

Santidad… ¿Y España para cuándo?

Ha sido una suerte haber estado en Hungría coincidiendo con la visita del Papa Francisco. A ese país, que se ha convertido en la bestia negra del progresismo europeo, vuelve el santo padre una segunda vez; no se sabe muy bien si para agradecerles que defiendan, a costa de mucha crítica del pensamiento único, los valores y tradiciones de la Europa cristiana, o para regañarles precisamente por eso.

Seguramente hay un poco de todo. Los católicos húngaros se merecen todo el reconocimiento por haber salido de más de 30 años de un opresor comunismo, que no permitía el culto, manteniéndose en las convicciones de una moral cristiana en la que se reconoce la mayoría de la población. Pero, por otro lado, al Papa no le gusta como vota el pueblo húngaro, y que sus líderes (no solo políticos) se empeñen en defender la integridad sociocultural del país y en no poner en riesgo su desarrollo económico y humano. Así que, junto con la fuerza espiritual de la visita apostólica, tocaba afear a Orbán (que no era su anfitrión, ya que la invitación es de la presidenta Katalin Novák) sus amistades y sus políticas migratorias, y meter en cintura a una Conferencia Episcopal demasiado alineada con el primer ministro.

Tendría el Papa que comprender que, aunque la Iglesia tiene la vocación de ser universal, los países tienen compromisos más, digamos, locales. La exigencia de un comportamiento entregado a los valores cristianos aplica para las personas; para los países basta con que cumplan la ley y respeten los derechos humanos.

Un buen cristiano tiene una obligación con Dios y con su propia conciencia de acoger al prójimo sin condiciones, pero esa obligación no rige de manera específica para los países. No se puede insistir en no reconocer el derecho de un país a protegerse de los movimientos migratorios masivos, ilegales y, en muchos casos, mafiosamente organizados. Con su profusión y velocidad, si los países receptores no circunscriben la emigración a una entrada legal y organizada, en muy pocos años se habrá acabado el modelo europeo que permite ser próspero, distribuir la riqueza y respetar los derechos humanos sin restricciones de género o religión.

Al cielo, o al infierno, se entra de uno en uno, y no por países o por colectivos. Por eso a Francisco se le ha valorado, entre otras cosas, su compromiso personal con la pobreza o con los desplazados, y no se le ha exigido que se desprendiera de los ingentes bienes de la Iglesia romana y que acogiera en los Museos Vaticanos, una vez vaciados de tesoros, a unos cuantos miles de emigrantes.

Y reconozcamos que, vistos desde España, los viajes evangélicos de este Papa se valoran con cierto despecho. Porque se ha percibido alguna animadversión con base en ese rencor revisionista del indigenismo americano o porque los católicos españoles creen que las leyes sociales del actual Gobierno ameritan una contestación más firme desde la Santa Sede.

¿Por qué el Papa Francisco se empeña en dejar una sensación tan agridulce? Se le reconoce como un líder ecuménico y transversal, pero también es el guía espiritual de los católicos que lo sienten como tal; de esos que, en muchos casos, pueden sentirse huérfanos de ese padre que aparece demasiado identificado con quienes les desprecian, cuando no les atacan con saña, por formar parte de la Iglesia católica.

Es innegable que España es uno de los países más importantes de la cristiandad, protagonista de la mayor evangelización de la historia (que fue bastante más pacífica de lo que la leyenda negra quiere transmitir). Pero, además, en la lógica del santo padre, una visita reconocería el esfuerzo y generosidad con el que en la actualidad este país recibe e integra a los emigrantes.

Y si no es por eso, que lo haga por albergar la más rica y universal peregrinación cristiana. El pasado 16 de abril se abrió, además, la Puerta del Perdón de santo Toribio de Liébana, coincidiendo el Año Jubilar con el año Santo Compostelano, y debería ser irresistible la llamada a compartir camino con millones de peregrinos de todo el mundo.

Para influir en la agenda del Papa, no tenemos la suerte de tener, como los húngaros, a un embajador en el Vaticano como Eduard Habsburg, que, más allá de su histórico apellido, reconoce una sólida fe católica y tiene una comprometida trayectoria como escritor o productor de cine. En el currículum de nuestra representante, la exministra Isabel Celaá, está, entre otras lindezas, su pelea por la eliminación de la asignatura de religión y la explícita oposición a la enseñanza concertada. ¿Hay alguien entonces en Roma a nuestro favor?

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