El Rey debió mojarse más

Aunque fíjense: hace algunos años, ya bastantes, corría la bochornosa corrupción por todas las arterias y venas del Partido Socialista. Desde la propia Presidencia del Gobierno, pasando por el Ministerio del Interior (¿o es que Sánchez ya no se acuerda del delincuente Roldán?) hasta llegar al Boletín Oficial del Estado, los huérfanos de la Guardia civil, e incluso a la benemérita Cruz Roja España a la que una señora desvergonzada dejó en las raspas. Todo el Estado hecho una auténtica guarrada. Vino la Nochebuena y el entonces Rey Juan Carlos sobrevoló el discurso y construyó un alegato por las nubes que pareció referido a otro país que no era España. Con ese motivo este cronista preguntó coloquialmente al jefe en aquel momento de la Casa del Rey (que no de la Casa Real, analfabetos) que cuál era la razón por la que el Rey no se había referido a la gran escandalera de la corrupción inmensa del partido en el poder, el PSOE. Sabino Fernández Campo, con su rezumada ironía, casi sarcástica, respondió sin ninguna incomodidad de esta guisa: “¡Qué complicado es hablar de generalidades y decir algo!” Luego supimos que Moncloa le había metido mano al inicial texto preparado en Zarzuela, que hubo más que palabras entre las dos Casas, y que al final, como refrendó el propio general: “Se ha hecho lo que se ha podido”.
Pues bien: muy presente ante la televisión la pasada Nochebuena y a medida que transcurría la oración de Felipe VI, pelín, por cierto, más larga de lo habitual, me vino al magín este episodio, concertado además con una confesión íntima que el mismo Juan Carlos nos hizo una vez en su despacho a dos personas: a mí mismo y a un miserable editor que a los cinco minutos de abandonar el palacete de la Corona se apresuró a contar a Mario Conde los pensamientos más íntimos del Rey. Referencia obligada a esa canalla para transcribir a continuación lo que nos dijo el monarca reinante: “Yo de lo que me ocupo es de salvar la Corona”. Entendí entonces que el jefe del Estado no podía bajar al sótano de todas las gorrinadas del Gobierno y sus asimilados, porque, de hacerlo, le esperaba, más pronto que tarde, otro barco en Cartagena como el que llevó a Marsella a su abuelo Alfonso XIII. Más tarde supe, por boca también del “general Sabino”, que el presidente del Gobierno Felipe González y Don Juan Carlos habían tenido una trifulca de padre y muy señor mío a cuenta de unas comisiones: el tres o el cinco por ciento, no recuerdo el dato preciso.
Otra pequeña digresión añadida: entonces ya se sabía de los negocios del protagonista de la Corona y también de los encubrimientos aprovechados que realizaba el poder político. Entre bomberos -como reza el dicho- no nos pisemos la manguera. Con seguridad, si los implicados, que ya eran muchos, hubieran cortado de raíz aquellas clamorosas irregularidades, hoy el Rey Don Juan Carlos de Borbón seguiría en el Trono de España, y no hubiera sido expatriado gracias a la insistencia brutal del Gobierno y la condescendencia (por lo menos, eso) de la actual Casa del Rey. Y, desde luego, a la ansiedad económica del Monarca, la gran causa de su salida. En diciembre, le escuché esto a un expresidente del Gobierno, desde luego no González: “Con Sabino o Alberto Aza en la Casa Don Juan Carlos seguiría en España”. Pues eso: que cada palo aguante su vela.
Es, ya lo sé, un largo introito para comprender el tono y el fondo que Felipe VI utilizó el día 24. De entrada, esta pregunta: ¿Por qué se mostró tan cauto, tan prudente en esta ocasión y no se empleó con todo el rigor preciso como en octubre de 2017? ¿Es que acaso la atroz situación de España (separatismo, ataques y ninguneo a la Monarquía, asalto de los leninistas, complicidad del presidente del Gobierno con los criminales de ETA, destrucción de España… no exigían un mayor compromiso de nuestro Rey? ¿Es que quizá Este crea que una crítica menor, como de rondón, puede, también ahora, contribuir a salvar la Corona? Puede pasar como con algunos políticos de la derecha que piensan que la izquierda rabiosa de la Díaz, el infame Pablo Iglesias, el tipejo que atiende por Monedero, o las chicas de la revolución pendiente, Irene, Ione y demás cuadrilla, le van a perdonar algún día; ¡qué equivocados están estos mastuerzos¡ Si en alguna ocasión tomasen en solitario el cielo, no dejarían piedra sobre piedra de la odiada derecha. Ha sucedido siempre en todas partes y sucedería, sin duda alguna, en España.
Todos los que no pertenecemos a la ralea de Sánchez, hemos sentido una apreciable decepción con esta última intervención de nuestro Rey, del hombre honrado al que le están asesinando institucionalmente desde el propio Gobierno. Me quedo con el testimonio de un médico amigo, nada ajeno a la Monarquía, que se expresaba así el Día de Navidad: “No sé si todos los televidentes (él es un hombre de usanzas antiguas) entendieron los mensajes que luego habéis explicado en los medios, por lo que he he escuchado parece que no”. Es decir: que las evidentes apelaciones de Felipe VI a su propio padre, como ha destacado este periódico, al cumplimiento de las leyes o al respeto a la Constitución, quizá se hayan quedado para la exégesis de los medios y un poco menos para la comprensión entera del público en general. El varapalo de la audiencia puede señalar que los españoles preferimos intervenciones más concretas, más comprometidas, más directas como aquella magistral de octubre del 17, que estas generalizaciones desde luego muy intencionadas que protagonizaron el Mensaje de Navidad. ¿Por qué -me pregunto yo mismo- no me gustó del todo el discurso del Rey? Pues porque, como en el caso citado de Don Juan Carlos, debió, con la que está cayendo también sobre su cabeza, debió decir algo más concreto, más comprometido. Como diría un castizo: “¡Mójate más, Felipe!”